Ayer, después de visitar el Museo de Arte, paseé por el Parque de la Exposición. El lugar parece un pequeño vergel: prados bien cuidados, una fuente hermosa, amplios paseos; un remanso de paz y sosiego en esta Lima caótica; pero no. Bastó que tomara asiento en una de las bancas, que me reclinara a disfrutar el rumor a naturaleza cuando irrumpió, a través de unas bocinas, el espíritu de las combis. A mi lado, un pajarillo sufrió un infarto; más allá, un ave que empollaba rompió sus huevos al huir despavorida; los peces se alejaron de la superficie y los loros emigraron a la plaza Manco Capac en busca de silencio. Indagué entre los presentes; salvo dos sordos, que discutían acaloradamente, la mayoría manifestaba su malestar. Muchos, como yo, habían acudido en busca de paz hartos del bullicio de la ciudad y se mostraban contrariados por lo que estaba sucediendo; nadie sabía explicar el porqué a un lugar como éste, casi una reserva, a alguien se le ocurría contaminarla propalando, a bordo de un carro eléctrico que recorría el parque, la publicidad de un circo y de un mercado de artesanías afincado en la playa de estacionamiento. Ese lugar tendría que ser un remanso apenas perturbado por sus residentes: las aves, los peces o el rumor de los árboles agitados por el viento. Un espacio tranquilo para el disfrute de los transeúntes. Pensar que la Municipalidad hizo, en los parques, campañas de lectura. Con ese ruido, ¿cómo podría leerse una línea? Me retiré pensando: el administrador de este lugar debe haber sido chofer de combi. No encontraba otra explicación para tamaño despropósito. ¡Qué lástima!