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sábado, 8 de marzo de 2025

Vacaciones útiles, en la escuela de paracaidismo

Era un programa de esos llamados «Vacaciones útiles». Éramos cinco profesores al frente de un enérgico grupo de casi cien niños.

Con la habitual desgana que me producía trabajar con infantes, pero con la obligación laboral presente, me dispuse a llevar a cabo el plan de actividades para ese verano.

A las ocho en punto, estábamos listos para la aventura. El autobús vibraba con la energía desbordante de los niños; un torbellino de risas y movimientos incesantes llenaba el espacio mientras subían y bajaban de sus asientos. Finalmente, partimos rumbo a la escuela de paracaidismo.

Eran muchas las actividades programadas para ese verano, y esta visita a la escuela de paracaidismo era una de las más singulares. Ahí, instructores del ejército peruano nos mostrarían los rigurosos entrenamientos a los que se sometían los futuros paracaidistas de su cuerpo de élite.

A nuestra llegada, un guía nos esperaba para conducirnos a través de las instalaciones. Comenzamos a recorrer las diversas estaciones por las que pasaban, durante su entrenamiento, los futuros paracaidistas. Por un lado, un grupo realizaba ejercicios básicos de gimnasia; por otro, de uno en uno, se hacían un ovillo y caían de costado al suelo; más allá, lo mismo, pero saltando desde una pequeña elevación; luego, desde una estructura que simulaba el fuselaje de un avión. Finalmente, llegamos frente a una torre de unos cinco pisos. Ahí nos esperaba el jefe de entrenamiento, quien nos recibió muy amablemente y comenzó a explicarnos lo que habíamos visto.

Todo marchaba muy bien. Todo apuntaba a que terminaríamos la mañana sin novedad y que al día siguiente sería otro, con otra visita a otro lugar de interés.

Yo andaba absorto en mis pensamientos, ajeno al entusiasmo que el guía, jefe de la escuela de paracaidismo, despertaba en los niños y mis colegas. De pronto, éste preguntó a los niños si les estaba gustando la visita. Todos respondieron en coro que sí. "¿Quieren ver cómo se lanzan desde esta torre los alumnos de paracaidismo?", preguntó el guía. Nuevamente, en coro, respondieron que sí. Y vimos a los futuros paracaidistas del ejército peruano asomarse a la puerta de salto de esa torre, gritar su nombre y saltar sujetos por unas correas, para deslizarse por una línea hasta un montículo de arena dispuesto a unos cien metros.

Saltaron varios muchachos, pero uno se resistió en el último momento. Volvió a intentarlo, pero no pudo; así que lo retiraron de la línea de salto. Y siguieron otros.

De pronto, el guía se dirigió a los niños y les preguntó: "¿Les gustó?". "Sí", fue la respuesta unánime. "¿Les gustaría saltar?", volvieron a gritar. "Bueno", dijo el guía, "todos no pueden hacerlo, pero uno sí. ¿Quién quiere saltar?". "¡Juan!", gritaron todos. "¿Quién es Juan?", preguntó el guía. Todos se voltearon y me señalaron a mí. "A ver, Juan, suba a la torre", me indicó el guía. No tuve tiempo de pensarlo, negarme, excusarme ni nada parecido. Avancé y me dirigí a la torre de salto.

Mientras caminaba, evalué la situación. No parecía tan alto. Lo que había visto hacer no me parecía peligroso; además, el ejercicio me parecía muy seguro; no se iban a arriesgar a tener algún problema con algún visitante.

Subí las escaleras de esa torre, que, mientras me acercaba, parecía crecer en altura. Cuando llegué a la puerta de salto, la cosa ya no me pareció divertida. Se veía altísimo. Me pusieron los arneses correspondientes y me paré en la puerta de salida. Nervioso, le pedí al encargado de controlar los saltos: "Voy a contar hasta tres; si no salto, usted me empuja (no quería quedar mal)". "Ya, no se preocupe", me dijo el sargento.

Cuando recibí la indicación de saltar, grité mi nombre y comencé a contar: "Uno…". En ese momento, recibí un empujón. Nada que ver con el ovillo elegante de los reclutas: salí como pulpo en huida, brazos y piernas agitándose en el vacío. Fueron unos breves segundos, pero, como se suele decir: eternos. Cuando comencé a deslizarme por la línea, rumbo al montículo de arena, recuperé la calma.

Cuando me reencontré con el que me empujó, le «reclamé»: "¿Qué pasó? No me dejó contar". "Usted me dijo que no lo dejara quedar mal; si espero a que cuente y no salta, no hay fuerza que lo saque; ya tengo mucha experiencia en eso". Tenía razón, así que le agradecí y le invité a una gaseosa. Por lo demás, para mí, con eso, ya había terminado el día.