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viernes, 25 de marzo de 2022

Reencuentro con los Katos

Podría decirse que por un año (poco más, poco menos), nos vimos forzados al aislamiento, a la virtualidad; así que, volver a ver a la familia, los amigos; volver a algunas actividades cotidianas: el trabajo presencial, los estudios en equipo, el ocio compartido; nos devolvió la vida, aún no plena, pero si auspiciosa.

Impulsado por tanta vida contenida me aventuré a algunos reencuentros. Algunos, cercanos en el tiempo: el teatro, el cine; otros, un poco lejanos: la pichanga. Pero el reencuentro con los Katos fue una mala idea. No se conformaron con el saludo, con el abrazo fortísimo. Acordaron incluir a los que no nos veían hacía mucho en la siguiente reunión de entrenamiento. Entonces la idea me pareció fantástica y el día y hora señalado acudí animoso y resuelto.

miércoles, 26 de enero de 2022

“Tips” para leer

Me han escrito solicitando guías, trucos, tips, de lectura veloz.

En un primer momento decidí desentenderme del asunto; pero como el correo electrónico traía anexado un volante que publicitaba unas lecciones de lectura cuántica, intrigado, respondí preguntando “cuántico” costaba el curso.

Mientras llegaba la respuesta; un par de cuestiones comenzó a darme vueltas en la cabeza: qué estudios sobre el átomo y o enlaces químicos habrían realizado en el cerebro; interacciones de la luz con las partículas–ondas y las ondas–partículas, en el ojo. Volví a revisar el volante y no encontré nada al respecto, sólo un eslogan: Lea miles de palabras por minuto.

Me temo que, así como cualquiera sentencia en asuntos relacionados a la conducta humana sin haber pasado ni por la puerta de una facultad de psicología, ahora sucederá lo mismo con la física.

Nuestro gran defecto: postergar la ejecución de las cosas. Hoy en día, además, queremos que las cosas se hagan casi sin hacer nada. Los centros de formación profesional lo ofrecen: sé exitoso, estudia una carrera de 5 años en 3. Hay otra, por ahí, que oferta hacerlo en 2 años.

Permítaseme una digresión: no conozco ningún caso de atleta de élite que haya logrado serlo sin un trabajo sacrificado; mas bien, el esfuerzo constante ha posibilitado el éxito a individuos que, por su biotipo, parecían destinados al fracaso. En el campo de la ciencia, Stephen Hawking es un ejemplo admirable. Y en el arte, nada puede sustituir al trabajo duro, es la única forma de conseguir ser un buen artista. Y no estoy hablando de ganar plata, para eso se necesita ser sagaz; generalmente, un atleta, un científico o un artista no lo es.

Habrá escuchado o leído que correr unos 30 minutos diarios es bueno para la salud: ayuda a controlar el peso, tonifica los músculos, fortalece el corazón, etc. Tal vez, hasta lo ha intentado uno o dos días para, luego, dejar olvidados buzos y zapatillas en un rincón.

Quizá, lo mismo le pasó con la lectura (que mejora el conocimiento, la memoria, estimula el razonamiento, el pensamiento crítico, la confianza, etc.). A lo mejor, hasta compró los 100 libros que todos deben leer antes de morir; pero como quiere postergar su muerte, aún no los lee.

No soy experto en la materia, pero compartiré mi parecer sobre el asunto. Poner en movimiento algo cuesta trabajo. Luego, ya en acción, el esfuerzo requerido es menor.

Si tiene una vida sedentaria, pero quiere mejorar su salud saliendo a correr 30 minutos diarios, comience por caminar en un terreno llano durante dos o tres semanas. Luego, intervalos: corra un minuto a una intensidad moderada y camine dos minutos, hasta completar la media hora, durante dos o tres semanas. Si paulatinamente incrementa el tiempo que corre y disminuye el que camina, en dos o tres meses seguramente estará corriendo con relativa facilidad aún en terrenos con subidas y bajadas.

Con la lectura pasa algo parecido. Si no tiene costumbre de hacerlo, no comience con Crimen y castigo de Fiodor Dostoyevski, Los miserables de Víctor Hugo o Madame Bovary de Gustave Flaubert; así su mejor amigo le haya regalado Conversación en La Catedral de Mario Vargas Llosa o La Insoportable Levedad Del Ser de Milan Kundera (si su amigo leyera no se los hubiera regalado), no se lance a la aventura de leerlos.

Para comenzar a correr, decíamos: caminar en un terreno llano. Para empezar a leer disponga de 30 minutos y elija algo que le interese, por muy banal que le parezca; de eso que eligió, lea, digamos 3 párrafos, 3 veces; al terminar, cuéntele a alguien lo que ha leído, como si hubiera ido al cine y le cuenta la película a un amigo; si no tiene a quién, a su amigo invisible. Luego, como al correr, pasadas unas semanas, aumente los párrafos a leer y disminuya las relecturas. 

Al leer, olvídese de la velocidad. Al comienzo, cuanto más rápido lea, más superficial será su comprensión. Se frustrará y creerá que pierde el tiempo o que nació con una discapacidad genética para la lectura.


Adquiera el hábito. Si es constante, le garantizo que en unos dos o tres meses se estará riendo de la jerga pretenciosa con la que muchos “académicos” buscan impresionar más que ilustrar.

miércoles, 12 de enero de 2022

REENCUENTRO

Con unos amigos, alrededor de unos vinos, queso y pan, conversaba sobre estos tiempos del C19. Recordábamos a los que se fueron, felicitábamos a los que se recuperaron y nos congratulábamos de estar, ya, vacunados. Pero uno, un muchachón de unos cuarenta, haciendo un gesto de desaprobación, dijo: yo no me vacuno.

No acostumbro hacer proselitismo, así que no sé qué me llevo a darle mis razones mencionándole el bien que las vacunas habían echo a la humanidad: la viruela ya no existe, el sarampión está controlado, la poliomielitis está por erradicarse; la lucha contra el tétanos, hepatitis, neumococo, influenza, etc. etc. marcha muy bien...

Me interrumpió alegando: ¡Todas esas vacunas se tardaron años en hacerse! ¡No como éstas que las han hecho en meses! Todas son experimentales, no quiero que experimenten conmigo.

A ver, le dije: hace algunos años, cuando era joven, publicar un folleto en blanco y negro me llevaba algunos días; permíteme hacer un recuento muy sucinto. Para comenzar, mecanografiaba el texto; si usaba imágenes o diseñaba un tipo especial de letra para una “llamada”, encargaba un cliché en una fotomecánica; luego, entregaba todo a la imprenta para que ahí, con tipos móviles, preparen las galeras (unas planchas de lo que yo quería impreso, pero invertido); después que pasaban las galeras por la prensa, me enviaban el machote para que lo revise, etc. etc. Hoy en día, preparar un tríptico como ese, y en color, podría llevarme sólo algunas horas y obtener un resultado muchísimo mejor. La ciencia ha avanzado, la tecnología también. Lo que antes tardaba años, hoy se puede hacer en meses.

Se quedó mirándome; luego a los otros, como buscando apoyo. Finalmente dijo: no quiero que Bill Gates me controle con ese chip que meten con la vacuna. Ante ese argumento, decidí no insistir. Pero su padre, que departía con nosotros, como elevando una oración, exclamo: ¡Bill, por favor, si puedes hacer eso, yo hago que lo vacunen y tú lo haces trabajar! El susodicho, ofendido, decidió marcharse. Mientras lo veíamos perderse por una callecita angosta (esa que me había llevado tantas veces a Claudine), cuatro locos, artistes de rue, alzamos nuestras copas y entonamos: […] La bohème, la bohème / On était jeunes, on était fous / La bohème, la bohème / Ça ne veut plus rien dire du tout...

¡Qué recuerdos! Si, la bohemia era la felicidad.

sábado, 13 de noviembre de 2021

Comenzando mi etapa yin

Una persona que piensa todo el tiempo, no tiene más en qué pensar que en los pensamientos mismos, de esta manera pierde el contacto con la realidad y está destinado a vivir en un mundo de ilusiones.
Alan Watts.


Toda mi época escolar usé el llamado uniforme comando, aquél de dril sanforizado y color caqui. Tenía sólo uno, así que los sábados por la tarde lo lavaba y almidonaba; lo planchaba el domingo. Como en invierno demoraba en secar, el lunes, desde las cinco de la mañana, apresuradamente lo asentaba cuidando de hacer bien la raya del pantalón. Ese día «hacíamos formación», cantábamos el himno nacional y el instructor de IPM pasaba revista; nadie quería ser «satélite[1]».

A veces, cuando no tenía dinero para comprar almidón, planchar el uniforme era más complicado porque mientras asentaba una parte se ajaba otra. Sin almidón, la corbata quedaba como el «casimir» de Cantinflas, sólo que en nuestro caso pendía del pescuezo. En resumen, el castigo era seguro. Además, en un uniforme sin almidón la suciedad se impregnaba más y los sábados la tarea del lavado se multiplicaba. Por eso, cuando un profesor nos explicó cómo extraer el almidón de una papa, volví a casa y rallé unas, le agregué agua y colé todo con una tela; luego de unos segundos se asentó la fécula. Nunca más volví a llevar el uniforme sin almidonar.

Después, cuando el tema de clase fue la saponificación, quise hacer jabón; pero los vecinos me interrumpieron quejándose del olor nauseabundo que emitía la grasa de res que estaba derritiendo para conseguir sebo puro.

Creo que estaba en segundo año cuando el profesor nos mostró un electroimán y nos explicó cómo estaba hecho: un núcleo de hierro cubierto con muchas vueltas de un alambre de cobre. ¡Fácil! Llegué a casa, tomé una barra que consideré de hierro, lo envolví repetidas veces con un alambre que extraje de un conductor eléctrico, uní los extremos en un enchufe y lo conecté al tomacorriente; sobrevino un fogonazo y el barrio se quedó sin luz. Nunca más volví a «experimentar» con la energía eléctrica tan a la ligera.

Por esa época, conseguí tubos de ensayo, matraces, pipetas… y elaboré anhídridos, ácidos. Todo esto en el colegio.

Antes de la pandemia mi inclinación por el lado práctico de las cosas era mayor que el teórico. La reflexión, por la reflexión misma, no era una instancia en la que me deleitara.

Pero estos últimos tiempos ingresé a mi etapa «yin». Me di cuenta hoy al devolver una cámara web que no funcionaba correctamente. Eso me perturbó mucho. No sólo que estuviese defectuosa sino el pensar en el proceso de la devolución. La compré el viernes y por algún motivo que no alcanzo a definir me pasé el sábado y domingo especulando en los problemas que, tal vez, me iba a plantear el vendedor para devolverme mi dinero o cambiar el aparato. Se me ocurría que me planteaba un sin fin de trabas y por supuesto lucubraba otras tantas respuestas mías como soluciones. Finalmente el asunto fue sencillo: fui al lugar donde compré el artefacto; el vendedor me reconoció y muy solicito atendió mi reclamo; me ofreció disculpas por el inconveniente y me dio una cámara mejor. Casi me sentí mal, le dije que no quería perjudicarlo, pero… Me interrumpió diciéndome que no había problema, que lo iba a devolver al proveedor; que me daba una cámara de una marca superior, por el mismo precio, para compensarme por la molestia que había sufrido.

¿Para qué me rompí el coco todo el fin de semana? No sé.




[1] Así se llamaba el castigo que consistía en correr, con los brazos en alto, alrededor del instructor, mientras él pasaba revista o rondaba por el colegio. En una oportunidad lo vi con 9 satélites.