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miércoles, 28 de agosto de 2024

Camino de la escuela...

Conversando con un amigo sobre nuestras épocas de nómadas le contaba que alguna vez hice un viaje en tren por una línea férrea que, pasando por Villazón y La Quiaca, me llevó de La Paz a Buenos Aires. Eran los años setenta.

Camino a la escuela de mimo de Ángel Elizondo pasé por La Paz. Estando ahí decidí hacer un alto e ir al teatro. Recuerdo muy poco de la obra que vi, algunas escenas, casi nada; pero sí, a la salida, el cordial encuentro con Liber Forti. Un encuentro breve en el que nos noticiamos mutuamente de nuestras actividades. Me conminó a actuar en La Paz. Como dije que vería las posibilidades, en una libreta que yo llevaba, escribió unas notas para algunos amigos suyos que pudieran ayudarme en eso; entre ellos, Ernesto Cavour y Luis Rico. Gracias a eso, después, disfruté de un hermoso espectáculo en la Peña Naira. A la mañana siguiente fui a la Universidad Mayor de San Andrés. Preguntando, llegué a la oficina de un señor llamado Guido Calavi, no lo conocía. No recuerdo el cargo que él tenía ahí pero si que inmediatamente programó unas funciones en una explanada frente a la UMSA y me invitó a alojarme en su casa. Me agripé, pero afiebrado, disfónico y congestionado hice las funciones. Después de unos diez días tomé el tren que me llevó hasta Villazón, al sur de Potosí.

En La Paz siempre tuve una estancia muy agradable; aunque sufría con sus calles empinadas, disfrutaba ir de un lado a otro. Alguna vez llegué en pleno golpe de estado y tuve que irme nomás –en una de esas retiradas forzosas, el año 1984, terminé en Bauru, estado de Sao Paulo, Brasil–. Hice entrañables amigos. Aún recuerdo vívidamente a Guido Calavi riendo mientras me comentaba que sus obras de teatro llevaban como nombre partes del cuerpo humano; La nariz, por ejemplo. Recuerdo que por entonces me parecía genial las cosas que me refería de la obra, pero que, hoy, lamentablemente e olvidado –perdóname Guido–

En Villazón pasé caminando el control fronterizo hacia La Quiaca. Anduve por ahí, comí algo y me preparé para el viaje hacia Buenos Aires. Ya en el tren, no recuerdo en cuánto tiempo ni a qué distancia, nos detuvimos en un control.

Cuando dieron las doce de la noche me di cuenta de que era mi cumpleaños y no sé por qué no tuve mejor idea que decírselo a un pasajero que, como yo, esperaba aburrido que terminara el control para seguir el viaje. Eso pareció animarlo porque tomó su sombrero, se puso de pie y salió. Tras unos minutos, regresó con una botella de licor y dos pocillos de barro. Me dio uno y al levantar el suyo informó a todo el vagón: ¡Hoy es cumpleaños del amigo! Varios se acercaron a saludarme. Surgieron botellas de diversos colores, brindis, abrazos, risas, guitarras, cantos; y comenzó un festejo que sacudió el fastidio en todos.

Llegando a Rosario desperté con un fortísimo dolor de cabeza. Miré hacia todos lados buscando no sé qué... hasta toparme con el rostro sonriente de unas chicas que, mirándome pícaramente, me preguntaron: ¿en qué se parece la mariposa al sapo? –Ese era el texto de Pedro 1 en el Cuento del hombre que vendía globos de Grégor Díaz– Sin emitir sonido, sólo golpes de aire, articulé con lo labios: en que la mariposa vuela de flor en flor… Ellas completaron: ¡Y al sapo que mierda le importa! Reímos. Mientras me preguntaba qué habría estado diciendo o haciendo… me arrellané como pude y continué dormitando.

Ya en Buenos Aires, en la estación Retiro, el frío terminó de despertarme. Entonces, como pude, me impuse la ciudad. Ahí iba a comenzar en serio mi andar en el mimo.



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