Conversando con un amigo sobre nuestras épocas de nómadas le contaba que alguna vez hice un viaje en tren por una línea férrea que, pasando por Villazón y La Quiaca, me llevó de La Paz a Buenos Aires. Eran los años setenta.
Camino a la escuela de mimo de Ángel Elizondo pasé por La Paz. Estando ahí decidí hacer un alto e ir al teatro. Recuerdo muy poco de la obra que vi, algunas escenas, casi nada; pero sí, a la salida, el cordial encuentro con Liber Forti. Un encuentro breve en el que nos noticiamos mutuamente de nuestras actividades. Me conminó a actuar en La Paz. Como dije que vería las posibilidades, en una libreta que yo llevaba, escribió unas notas para algunos amigos suyos que pudieran ayudarme en eso; entre ellos, Ernesto Cavour y Luis Rico. Gracias a eso, después, disfruté de un hermoso espectáculo en la Peña Naira. A la mañana siguiente fui a la Universidad Mayor de San Andrés. Preguntando, llegué a la oficina de un señor llamado Guido Calavi, no lo conocía. No recuerdo el cargo que él tenía ahí pero si que inmediatamente programó unas funciones en una explanada frente a la UMSA y me invitó a alojarme en su casa. Me agripé, pero afiebrado, disfónico y congestionado hice las funciones. Después de unos diez días tomé el tren que me llevó hasta Villazón, al sur de Potosí.
En La Paz siempre tuve una estancia muy agradable; aunque sufría con sus calles empinadas, disfrutaba ir de un lado a otro. Alguna vez llegué en pleno golpe de estado y tuve que irme nomás –en una de esas retiradas forzosas, el año 1984, terminé en Bauru, estado de Sao Paulo, Brasil–. Hice entrañables amigos. Aún recuerdo vívidamente a Guido Calavi riendo mientras me comentaba que sus obras de teatro llevaban como nombre partes del cuerpo humano; La nariz, por ejemplo. Recuerdo que por entonces me parecía genial las cosas que me refería de la obra, pero que, hoy, lamentablemente e olvidado –perdóname Guido–
En Villazón pasé caminando el control fronterizo hacia La Quiaca. Anduve por ahí, comí algo y me preparé para el viaje hacia Buenos Aires. Ya en el tren, no recuerdo en cuánto tiempo ni a qué distancia, nos detuvimos en un control.
Cuando dieron las doce de la noche me di cuenta de que era mi cumpleaños y no sé por qué no tuve mejor idea que decírselo a un pasajero que, como yo, esperaba aburrido que terminara el control para seguir el viaje. Eso pareció animarlo porque tomó su sombrero, se puso de pie y salió. Tras unos minutos, regresó con una botella de licor y dos pocillos de barro. Me dio uno y al levantar el suyo informó a todo el vagón: ¡Hoy es cumpleaños del amigo! Varios se acercaron a saludarme. Surgieron botellas de diversos colores, brindis, abrazos, risas, guitarras, cantos; y comenzó un festejo que sacudió el fastidio en todos.
Llegando a Rosario desperté con un fortísimo dolor de cabeza. Miré hacia todos lados buscando no sé qué... hasta toparme con el rostro sonriente de unas chicas que, mirándome pícaramente, me preguntaron: ¿en qué se parece la mariposa al sapo? –Ese era el texto de Pedro 1 en el Cuento del hombre que vendía globos de Grégor Díaz– Sin emitir sonido, sólo golpes de aire, articulé con lo labios: en que la mariposa vuela de flor en flor… Ellas completaron: ¡Y al sapo que mierda le importa! Reímos. Mientras me preguntaba qué habría estado diciendo o haciendo… me arrellané como pude y continué dormitando.
Ya en Buenos Aires, en la estación Retiro, el frío terminó de despertarme. Entonces, como pude, me impuse la ciudad. Ahí iba a comenzar en serio mi andar en el mimo.
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