Estaba…
Estaba
acostumbrado, al llegar a casa,
a
recibir el saludo de la mesa de trabajo y el abrazo de mi cama;
algunas
veces:
el
barullo de niños, fiestas y riñas ajenas;
otras,
el
café solitario y la silla vecina siempre vacía.
Así
discurría...
Y
de pronto me vi actuando en una plaza pública, como hace un montón de años,
pero no me reconocía. Mi camiseta rayada había sido reemplazada por un enterizo
de presidiario y mis palabras eran gritos sin eco:
No voy a hablar de política porque para eso hay que estar informado, tampoco voy a contar mis tragedias personales porque cualquiera lo está pasando peor que yo. Cuando me tocó hacerme cargo de mi vida opté por el teatro. Desde entonces mi lucha permanente ha sido por poder comer todos los días. No me quejo de eso, yo elegí vivir así. Pero nunca esperé verme desamparando al necesitado; en mi bolsillo nunca había faltado para invitar una comida o un hospedaje. En este último año he sido incapaz de ayudar varias veces, como muchos seguramente, y en cada nueva ocasión la desazón es mayor.
De
pronto, Celeste, la mensajera de Hades, con un cabito de vela a punto de
extinguirse, abriéndose paso entre mi público, me extendió la mano. Respingué: ¡quita,
carajo! Si quieres llevarme, primero hagamos el amor. Y no sé si despierto o
aún soñando, irrumpió, recostó su sombra a mi lado y me sopló al oído: mi padre
no quiere que el que tenga 70 soles se vacune. Entonces, recordando mal los
textos de Ibsen, exclamé: ¡Dios mío, por qué los inteligentes somos gobernados
por estólidos y oligofrénicos!
Y firmé mi sueño.