Un día, hace mucho, se me ocurrió
preguntarle a mi papá por qué me llamo Juan. Se ensimismó, busco un poco entre
sus recuerdos y me respondió que porque en la familia no había ninguno con ese
nombre. Imagino que me vio con cara de insatisfecho; entonces me detalló: insinué
mi nombre, tu mamá dijo que no porque después, al llamar, nos íbamos a
confundir con a quién. Ella propuso el de su padre y yo retruqué que, para tal
caso, correspondía el del mío; se opuso porque no le gustaba. Me contó que
continuaron con una larga lista de nombres que resultaban siendo de primos,
tíos, amigos, borrachos, pendencieros, rijosos… y que por lo tanto: no.
Se tardaron tanto en decidir que
se les pasó el plazo de inscripción de mi llegada al mundo. Tuvieron que
cambiar la fecha de mi nacimiento para no pagar una multa. A veces decían que días;
otras, meses; y, alguna vez, años. Nunca sabré con certeza cuánto. Aunque mi
madre aseguraba una fecha y yo le creo.
Mi nombre lo decidió mi papá camino
al registro, mientras repasaba que nadie en la familia o allegados se llamara
así; no quería tener problemas con Clara, mi mamá, una “apacible” indígena
huancavelicana (eso creían todos) que a los 94 años me amenazaba con romperme
la cabeza con un palo si algo le parecía que no estaba bien. ¡Cómo extraño esas
amenazas!
Mi madre era analfabeta. Su sueño
era que yo completara mi educación básica.
Por entonces, descontando transición;
para los que estudiábamos de día (íbamos al colegio mañana y tarde de lunes a viernes,
sábados sólo en la mañana), esto significaba cinco años en primaria y cinco en
secundaria. Los que lo hacían en el horario nocturno, porque ya eran mayores y
durante el día trabajaban, seis años en cada nivel.
Al concluir la primaria, para
acceder a seguir estudios secundarios en un colegio fiscal se
debía tener, sumando el promedio final del cuarto y quinto año de primaria, 30
puntos.
Entonces era muy bien visto ser
alumno de colegio fiscal. Si estabas en uno particular
te decían que no eras buen estudiante.
Concluir el quinto año de
secundaria arrogaba respeto y oportunidades de trabajo.
De esa época tengo un amigo que,
cuando era niño, tuvo la desgracia de ser apuñalado múltiples veces. Nadie se
explica cómo sobrevivió. De esa infausta experiencia le quedan cicatrices en el
pecho, espalda, brazos y piernas.
Celebrando el haber aprobado el
quinto año de secundaria fue a la playa con unos amigos. Ahí, todos se soleaban
en ropa de baño mientras él permanecía con una camiseta manga larga, cuello
cerrado y una trusa que le cubría hasta las rodillas. Estaban en eso cuando un
sujeto mal encarado se acercó a ellos y buscando intimidarlos abrió su camisa y
les mostró una cicatriz que le cruzaba el pecho, al tiempo que les pedía una
“colaboración”. Mi amigo se puso de pie y se quitó la camiseta. Aquél tipo,
echándose para atrás, se retiró vociferando “tú ganas”.
Me
acordé de esto cuando me llamaron para dictar unas clases en una
universidad. Previamente debía tener una entrevista con una persona que
evaluaría mi competencia. Me presenté a la hora acordada. Me hicieron esperar
42 minutos. Finalmente, me recibieron:
- Buenos
días Don Antonio
- Doctor!
- ¡Ah…?
(Confundido, ¿me estaba llamando doctor?)
- (Puntualizando) ¡Soy Doctor! Tome
asiento señor Arcos.
- ¡Mimo!
- ¿Cómo?
- ¡Soy
Mimo! (precisé, ya que nos íbamos a
tratar por nuestras “cualificaciones”).
Revisó
mi C.V., respondí algunas preguntas y acepté lo que me ofrecía.
Llamó
a la secretaria:
- Karen,
por favor, entréguele al Doctor Arcos una carpeta con las asignaturas que va a
tener a su cargo y el horario.
Me retiré sintiéndome como mi
amigo, aquél día, en la playa.
Y me fui pensando en que nuestros
padres se preocuparon inútilmente en elegirnos un nombre y heredarnos un
apellido. En estos tiempos, la gente está muy dispuesta a cambiarlos por un
rótulo: Licenciado, Doctor, etc. Yo prefiero: Juan; es mi manera de honrar la osadía
de Samuel, mi padre.