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sábado, 8 de marzo de 2025

Vacaciones útiles, en la escuela de paracaidismo

Era un programa de esos llamados «Vacaciones útiles». Éramos cinco profesores al frente de un enérgico grupo de casi cien niños.

Con la habitual desgana que me producía trabajar con infantes, pero con la obligación laboral presente, me dispuse a llevar a cabo el plan de actividades para ese verano.

A las ocho en punto, estábamos listos para la aventura. El autobús vibraba con la energía desbordante de los niños; un torbellino de risas y movimientos incesantes llenaba el espacio mientras subían y bajaban de sus asientos. Finalmente, partimos rumbo a la escuela de paracaidismo.

Eran muchas las actividades programadas para ese verano, y esta visita a la escuela de paracaidismo era una de las más singulares. Ahí, instructores del ejército peruano nos mostrarían los rigurosos entrenamientos a los que se sometían los futuros paracaidistas de su cuerpo de élite.

A nuestra llegada, un guía nos esperaba para conducirnos a través de las instalaciones. Comenzamos a recorrer las diversas estaciones por las que pasaban, durante su entrenamiento, los futuros paracaidistas. Por un lado, un grupo realizaba ejercicios básicos de gimnasia; por otro, de uno en uno, se hacían un ovillo y caían de costado al suelo; más allá, lo mismo, pero saltando desde una pequeña elevación; luego, desde una estructura que simulaba el fuselaje de un avión. Finalmente, llegamos frente a una torre de unos cinco pisos. Ahí nos esperaba el jefe de entrenamiento, quien nos recibió muy amablemente y comenzó a explicarnos lo que habíamos visto.

Todo marchaba muy bien. Todo apuntaba a que terminaríamos la mañana sin novedad y que al día siguiente sería otro, con otra visita a otro lugar de interés.

Yo andaba absorto en mis pensamientos, ajeno al entusiasmo que el guía, jefe de la escuela de paracaidismo, despertaba en los niños y mis colegas. De pronto, éste preguntó a los niños si les estaba gustando la visita. Todos respondieron en coro que sí. "¿Quieren ver cómo se lanzan desde esta torre los alumnos de paracaidismo?", preguntó el guía. Nuevamente, en coro, respondieron que sí. Y vimos a los futuros paracaidistas del ejército peruano asomarse a la puerta de salto de esa torre, gritar su nombre y saltar sujetos por unas correas, para deslizarse por una línea hasta un montículo de arena dispuesto a unos cien metros.

Saltaron varios muchachos, pero uno se resistió en el último momento. Volvió a intentarlo, pero no pudo; así que lo retiraron de la línea de salto. Y siguieron otros.

De pronto, el guía se dirigió a los niños y les preguntó: "¿Les gustó?". "Sí", fue la respuesta unánime. "¿Les gustaría saltar?", volvieron a gritar. "Bueno", dijo el guía, "todos no pueden hacerlo, pero uno sí. ¿Quién quiere saltar?". "¡Juan!", gritaron todos. "¿Quién es Juan?", preguntó el guía. Todos se voltearon y me señalaron a mí. "A ver, Juan, suba a la torre", me indicó el guía. No tuve tiempo de pensarlo, negarme, excusarme ni nada parecido. Avancé y me dirigí a la torre de salto.

Mientras caminaba, evalué la situación. No parecía tan alto. Lo que había visto hacer no me parecía peligroso; además, el ejercicio me parecía muy seguro; no se iban a arriesgar a tener algún problema con algún visitante.

Subí las escaleras de esa torre, que, mientras me acercaba, parecía crecer en altura. Cuando llegué a la puerta de salto, la cosa ya no me pareció divertida. Se veía altísimo. Me pusieron los arneses correspondientes y me paré en la puerta de salida. Nervioso, le pedí al encargado de controlar los saltos: "Voy a contar hasta tres; si no salto, usted me empuja (no quería quedar mal)". "Ya, no se preocupe", me dijo el sargento.

Cuando recibí la indicación de saltar, grité mi nombre y comencé a contar: "Uno…". En ese momento, recibí un empujón. Nada que ver con el ovillo elegante de los reclutas: salí como pulpo en huida, brazos y piernas agitándose en el vacío. Fueron unos breves segundos, pero, como se suele decir: eternos. Cuando comencé a deslizarme por la línea, rumbo al montículo de arena, recuperé la calma.

Cuando me reencontré con el que me empujó, le «reclamé»: "¿Qué pasó? No me dejó contar". "Usted me dijo que no lo dejara quedar mal; si espero a que cuente y no salta, no hay fuerza que lo saque; ya tengo mucha experiencia en eso". Tenía razón, así que le agradecí y le invité a una gaseosa. Por lo demás, para mí, con eso, ya había terminado el día.

sábado, 7 de diciembre de 2024

Los nuevos gambusinos

Es curiosa la importancia que han adquirido los influencers, a través de las redes sociales, en la vida de las personas. Significación que no sé si corresponde «condenar». Al fin y al cabo, el éxito más celebrado siempre fue el crematístico.

En el mundo real, alcanzar algún éxito requiere esfuerzo; en el mundo virtual, ese logro, al parecer al alcance de un clic, solo requiere osadía.

¿Qué es, ahora, el éxito? Obtener «vistas»; que, «al cambio», pueden significar una súbita fortuna que ningún sacrificado trabajador podría soñar, por muy esforzado que fuese.

Ya no es necesario excavar la tierra, lavarla. La figura del gambusino ha sido reemplazada por la del influencer: aquel que no explora montañas acompañado por una bestia que lleve a cuestas sus herramientas ni pasa hambre ni frío; usualmente, le basta una cámara y regodearse en el gusto popular o, lo que parece ser lo mismo, el mal gusto de las masas: esas que banalizan el mal y desprecian la buena calidad o el buen gusto. Penosamente, a la mayoría, estas cualidades nos resultan ajenas y, en algunos casos, indeseadas.

Así, la vida parece fácil cuando se trata de oro.

Pero, como el mundo virtual depende del real, el oro en la red también es esquivo: es necesario algún talento.

La fiebre del influencer pasará, como toda calentura.

sábado, 16 de noviembre de 2024

No encolochar

Haz lo que te gusta
y no trabajarás un día

Confucio


En rigor, Confucio no dijo: «ganarás plata».

Convengo con el aforismo: «hago lo que me gusta». ¿Gano plata con eso? No. En mi opinión, esas son dos actividades completamente distintas que podrían ir por el mismo camino, pero que, generalmente, no lo hacen. Además, no le pongo el mismo empeño a hacer lo que me gusta que a ganar dinero.

Cuando hago lo que me gusta, no pienso en el dinero; cuando procuro dinero, no me detengo a pensar si lo que estoy haciendo me gusta o no; me basta con que sea lícito.

Cuando uno hace lo que le gusta, involucra todo el ser en la tarea, como cuando se ama. Por lo demás, la acción de amar es algo muy complicado. Felizmente (o infelizmente), el común de las personas se complace con unas palabras.

Sobre esto, recuerdo a un amigo que vivía en Villa El Salvador, exactamente por la «curva del diablo». Se enamoró de una chica que vivía en Puente Piedra, por «Las Lomas». Todos los días, muy temprano, salía de su casa en Villa El Salvador e iba a Puente Piedra; ahí, se encontraba con ella y la acompañaba a su trabajo en el Centro de Lima; luego, él se iba al suyo. Por la tarde, al terminar la jornada, pasaba por ella y la acompañaba a su casa en «Las Lomas» y, de ahí, se dirigía a la suya por «La curva del diablo». Así, todos los días. De su casa a la de ella había una distancia de unos sesenta kilómetros; él hacía ese tramo dos veces, o sea, recorría ciento veinte kilómetros. Adicionalmente, de Las Lomas al centro de Lima, otros treinta kilómetros que, de ida y vuelta, suman sesenta kilómetros más. Es decir, todos los días él recorría unos ciento ochenta kilómetros; distancia que, en una ruta sin obstáculos, se puede hacer en unas dos horas, pero no en Lima. Y él lo hacía con gusto; bueno, esto último, no sé; imagino que sí.

Eso no le reportaba dinero, todo lo contrario: gastaba en pasajes (de él y de ella). Invertía, además, tiempo. Me pregunto entonces: ¿qué fuerza lo empujaba a actuar así?

Bueno, ¿cuántos de nosotros nos sentimos impulsados, de la misma manera, a ganar dinero? ¿Cuántos salimos temprano a «recorrer noventa kilómetros», pasar por los inconvenientes que eso supone y hacer lo necesario? Y luego de la jornada, muy tarde, ¿hacer el mismo recorrido, volver a casa y descansar un par de horas para repetir lo mismo al día siguiente?

No. Hacer lo que a uno le gusta no es lo mismo que trabajar. Trabajar es otra cosa; ganar plata, también. Trabajar es tener una obligación pagada que, dependiendo de la demanda y/o competencia, puede ser bien o mal remunerada.

Por cierto, para acumular dinero hay que tener talento.




jueves, 20 de julio de 2023

Sophie y Kundera

Hace unos días, departiendo con unos amigos, recordábamos cómo nos conocimos unos a otros. La charla, que había tomado un giro artificial y solemne, iba en esa línea hasta que Gabriel contó que conoció a su mujer el día que ella le ganó, por puesta de mano, el libro que él estaba buscando. —¡Te casaste por un libro! —lo vacilamos—. ¿Dónde fue eso? —preguntamos—. En «Época», del óvalo Gutiérrez —remató entre risotadas.

Por eso, cuando me tocó, sin esfuerzo recordé que Sophie tardaba; que mientras esperaba admirando la ciudad desde las escalinatas del Sacré Coeur, recordaba en silencio la canción de Brassens que habíamos repetido tantas veces la noche anterior celebrando la muestra de Didier: «Au village, sans prétention / J'ai mauvaise réputation / Qu'je me démè-ne ou que je reste coi / Je passe pour un je-ne-sais-quoi / Je ne fait pourtant de tort à personne / En suivant mon chemin de petit bonhomme…»

Cuando llegó, agitada, disculpándose de muchas maneras, traía el cabello mojado. Abriendo la cartera que llevaba a la bandolera, extrajo tres libros:

—Son los únicos que tengo en español. —Te perdono la tardanza. —¡Gracccias! —respondió haciendo una venia con una amplia sonrisa.

La tarde transcurría mientras charlábamos recordando la noche anterior, hasta que, de pronto, como si cayera en cuenta de algo:

—¿Aún no has leído estos libros, no? ¿O solo fue una excusa? —Lo segundo, pero también me interesan los libros; apenas picoteo dos palabras en francés y de leer, nada. —¿Cuáles dos palabras? —Merci mon amour. —Ça fait trois, tres.

Caía el sol cuando fuimos en busca de un café. Sentados a una mesa, abrí uno de los libros y, al azar, leí: «Esta reconciliación con Hitler demuestra la profunda perversión moral que va unida a un mundo basado esencialmente en la inexistencia del retorno». No pude continuar una conversación coherente, me embargó una imperiosa necesidad de seguir leyendo. Salimos de la cafetería y comenzamos a deambular por Montmartre. Después de un rato, Sophie protestó: —Estás distraído, quieres hacer otra cosa —tras una sonrisa cómplice que iluminó su rostro—. Vamos, pues.

Han pasado muchos años desde entonces. Hace unos días me enteré de la muerte de Milan Kundera y recordé aquel libro que me prestó Sophie. Después: La broma, La vida está en otra parte, La despedida.

miércoles, 5 de julio de 2023

El espíritu de lăo hŭ

Hace algunos años, casi cuarentaicinco, me encontraba disfrutando un café en el Tívoli (quedaba en la Colmena, a media cuadra de la plaza San Martín) cuando un amigo, medio en broma medio en serio, me preguntó por qué no participaba en torneos de Vale tudo (una forma antecesora de las actuales competencias de artes marciales mixtas). Asombrado, le pregunté: –¿Quieres que me maten? Extrañado me retrucó, mientras gesticulaba simulando unos golpes con el canto de la mano: –Pero, ¿no eres estudiante de…?

Por esos días existía el mito que presentaba a los practicantes de lo que ahora llaman genéricamente artes marciales como buenos luchadores, así que cuando se enteraban que practicaba con ellos, invariablemente suponían que debía pelear bien; como no había forma de convencerlos de lo contrario optaba por guardar silencio porque cuando cedía a la tentación de dar una explicación no me escuchaban realmente, estaban seguros de que todo se trataba de romper huesos y ligamentos, nada más.

Pues no.

viernes, 5 de mayo de 2023

H₂O

Me encontraba de visita cuando quise beber un poco de agua. Pregunté entonces a mi anfitriona si el agua del caño procedía directamente del medidor del servicio. Al preguntarme el porqué, le dije que tenía sed. Lamentando no tener agua hervida, me ofreció salir a comprar una gaseosa. Como yo insistí en mi pregunta, me dijo que sí, que la red de su domicilio se surtía directamente de la red pública, sin cisternas o reservorios de por medio. Entonces, tomé un vaso, me serví agua del caño y bebí ante su atónita mirada.

¿Por qué todo este intríngulis?

Durante el primer gobierno de Alan García ocurrió un incidente con el agua potable que se surtía a Lima: SEDAPAL distribuyó agua fétida. Episodio que los opositores al gobierno no dejaron pasar, sentenciando: «el agua está contaminada con heces». No dijeron huele a huevo podrido o hidrógeno sulfúrico, no; dijeron tiene caca, directamente. El «populorum», descontento (para variar) con el gobierno que había elegido, lo asumió como cierto. Nadie se hizo preguntas básicas como, por ejemplo, ¿cuántas toneladas de excremento serían necesarias para que el agua de todo Lima adquiera olor a huevo podrido? Apuesto a que con una tonelada no sería suficiente. Claro que el agua se contaminaría, pero con unas horas de venteo probablemente sería inodora. Pero ese no fue el caso.

¿Qué fue lo que pasó? La explicación era muy simple, pero a nadie, o a muy pocos, le interesó hacerla; además, a la oposición, el incidente le producía excelentes réditos políticos. El gobierno de entonces pasaba por malos momentos en todos los frentes (político, social, económico); en esas circunstancias se produjo una escasez de agua potable en Lima. Los reservorios se encontraban en su nivel crítico de almacenamiento. Para no agravar las cosas, agregando a la escasez de alimentos la falta de agua, distribuyeron el agua que se encontraba por debajo de esos niveles (y/o recién tratada), sin ventear. Era agua potable, apta para consumo humano, pero portadora de sedimentos.

Alberto Brandolini, en su principio de asimetría de la estupidez, dice: «la energía necesaria para refutar una falsedad o estupidez es mayor que la necesaria para producirla». Imagino que por eso nadie se dio a la tarea de explicar el asunto. Y la leyenda sobrevive como una «verdad».

El año 2011 publiqué un artículo; en él, el siguiente párrafo:

[…] Alejandro Dumas dice, en Los mohicanos de París, «cherchez la femme». Yo lo parafrasearía sin ningún empacho así: rechercher le bénéficiaire. Esa es la cuestión: ¿quién se beneficia? Hace muy pocos años una universidad inglesa hizo una investigación sobre la contaminación; concluyó que embotellar agua (una botella) contamina más que un automóvil viejo haciendo un recorrido de ochenta kilómetros. Otra investigación encontró que una población africana sufría de sed teniendo agua abundante a muy poca distancia. ¿Por qué? Se habían acostumbrado a beber sólo agua embotellada. ¿Y qué es el agua embotellada? Eso que no queremos beber del caño: agua potable. […] ¿No me cree? Hace poco se suscitó un escándalo en USA: un altísimo porcentaje del agua envasada era de la red doméstica y vendida un 1900% más cara.

Ya el gran Iván Petróvich Pavlov nos habló del reflejo condicionado. Mucho me temo que en este asunto estamos dejando que nos traten como a perros.

En Lima, 1000 litros de agua potable cuestan 2.83 soles. Una regla de tres simple nos dice que 0.75 litros (medida de una botella) costarían 0.0021225 de sol. O sea, con un sol podría comprar, redondeando, 353 litros de agua que fácilmente llenarían 471 botellas de 0.75 litros. A ver, ¿cuánto por ciento más pagan los bebedores de agua embotellada? Aquí tienen todos los datos, les dejo la tarea, usen la regla de tres.

Si el agua procede directamente de la red pública, beba con confianza; pero si proviene de la cisterna del edificio, aquella que limpian y desinfectan tarde, mal y nunca, probablemente esté contaminada; entonces, proceda a hervirla antes de beberla.

viernes, 25 de marzo de 2022

Reencuentro con los Katos

Podría decirse que por un año (poco más, poco menos), nos vimos forzados al aislamiento, a la virtualidad; así que, volver a ver a la familia, los amigos; volver a algunas actividades cotidianas: el trabajo presencial, los estudios en equipo, el ocio compartido; nos devolvió la vida, aún no plena, pero sí auspiciosa.

Impulsado por tanta vida contenida, me aventuré a algunos reencuentros. Algunos, cercanos en el tiempo: el teatro, el cine; otros, un poco lejanos: la pichanga. Pero el reencuentro con los Katos fue una mala idea. No se conformaron con el saludo, con el abrazo fortísimo. Acordaron incluir a los que no nos veían hacía mucho en la siguiente reunión de entrenamiento. Entonces la idea me pareció fantástica y el día y hora señalado acudí animoso y resuelto.

La sesión comenzó como lo recordaba, poniéndonos algo cómodo: un pantaloncillo y una camiseta. Pero ahora, short y polos de marca.

Cada uno tomó un lugar y comenzamos haciendo estiramientos, saltos, piques... para calentar, durante unos 10 minutos. El mayor se puso al frente, inclinó la cabeza y recitó (el texto es un poco extenso; aquí anoto un fragmento):

Soy un hombre de paz, la imprudencia es mi único enemigo, pero si es cuestión de vida o muerte, mi seguridad o la de los míos, aquí estoy. […] No tengo armas, yo soy el arma.

Cada frase fue repetida por todos, como una oración.

Hacía muchísimos años que no lanzaba puñetes, patadas; ni hacía bloqueos, barridos, derribos, etc.; menos, planchas y abdominales a cada cambio de serie. En consideración a los que volvíamos después de mucho tiempo, las series eran sólo de 200 repeticiones; si digo que hice el 30% de ellas, creo que exagero.

Previo al tope, con el que terminaría la sesión, el mayor dijo: me parece que “algunos” no van a volver; así que, para que recuerden siempre su entrenamiento, vamos a “toparlos con cariño”.

Después del duchazo, vino el abrazo y el viril “por supuesto que vengo pasado mañana, ahora retomo para siempre”.

Llegué a casa con hambre y sed; así que comí y bebí, feliz. Me fui a la cama y me quedé dormido instantáneamente. A la mañana siguiente, al despertar, cuando quise levantarme, el cuerpo me espetó: “ni te atrevas”; un dolor que abarcaba hasta a mi alma me arrancó un gemido que cualquiera hubiera confundido con una manifestación de placer. “Desalmado” (acepción personal: dícese cuando el alma se queda en la cama), me arrastré como pude a la ducha y me di un baño caliente; fui a la cocina y sólo pude hacer café; llamé a una farmacia y pedí que me trajeran unos desinflamantes musculares. Volví a la cama y mirando al techo recité: “Soy un hombre de paz... no quiero ser un arma”. Estuve así por unos ocho o nueve días y con secuelas por más de un mes.

miércoles, 26 de enero de 2022

“Tips” para leer

Me han escrito solicitando guías, trucos, tips, de lectura veloz.

En un primer momento decidí desentenderme del asunto; pero como el correo electrónico traía anexado un volante que publicitaba unas lecciones de lectura cuántica, intrigado, respondí preguntando “cuántico” costaba el curso.

Mientras llegaba la respuesta, un par de cuestiones comenzó a darme vueltas en la cabeza: qué estudios sobre el átomo y o enlaces químicos habrían realizado en el cerebro; interacciones de la luz con las partículas–ondas y las ondas–partículas, en el ojo. Volví a revisar el volante y no encontré nada al respecto, sólo un eslogan: “Lea miles de palabras por minuto”.

Me temo que, así como cualquiera sentencia en asuntos relacionados a la conducta humana sin haber pasado ni por la puerta de una facultad de psicología, ahora sucederá lo mismo con la física.

Nuestro gran defecto: la procrastinación. Hoy en día, además, queremos que las cosas se hagan casi sin hacer nada. Los centros de formación profesional lo ofrecen: “sé exitoso, estudia una carrera de 5 años en 3”. Hay otra, por ahí, que oferta hacerlo en 2 años.

Permítaseme una digresión: al igual que un atleta no alcanza la élite sin entrenamiento, o Hawking no revolucionó la física sin dedicación, la lectura requiere práctica constante, no atajos.

Habrá escuchado o leído que correr unos 30 minutos diarios es bueno para la salud: ayuda a controlar el peso, tonifica los músculos, fortalece el corazón, etc. Tal vez, hasta lo ha intentado uno o dos días para, luego, dejar olvidados buzos y zapatillas en un rincón.

Quizá, lo mismo le pasó con la lectura (que mejora el conocimiento, la memoria, estimula el razonamiento, el pensamiento crítico, la confianza, etc.). A lo mejor, hasta compró los 100 libros que todos deben leer antes de morir; pero como quiere postergar su muerte, aún no los lee.

No soy experto en la materia, pero compartiré mi parecer sobre el asunto. Iniciar algo requiere esfuerzo, pero una vez en marcha, el trabajo se hace más fácil.

Si tiene una vida sedentaria, pero quiere mejorar su salud saliendo a correr 30 minutos diarios, comience por caminar en un terreno llano durante algunas semanas. Luego, intervalos: corra un minuto a una intensidad moderada y camine dos minutos, hasta completar la media hora, durante un par de semanas. Si paulatinamente incrementa el tiempo que corre y disminuye el que camina, en dos o tres meses seguramente estará corriendo con relativa facilidad aún en terrenos con subidas y bajadas.

Con la lectura pasa algo parecido.

Si no tiene el hábito de leer, no empiece con clásicos densos como Crimen y castigo o Los miserables. Incluso si su mejor amigo le regaló Conversación en La Catedral (si leyera no se lo hubiera regalado), evite lanzarse a ellos.

Para comenzar a correr, decíamos: caminar en un terreno llano. Para empezar a leer disponga de 30 minutos y elija algo que le interese, por muy banal que le parezca; de eso que eligió, lea, digamos 3 párrafos, 3 veces; al terminar, cuéntele a alguien lo que ha leído, como si hubiera ido al cine y le cuenta la película a un amigo; si no tiene a quién, a su amigo invisible. Luego, como al correr, pasadas unas semanas, aumente los párrafos a leer y disminuya las relecturas.

Al leer, olvídese de la velocidad. Al comienzo, cuanto más rápido lea, más superficial será su comprensión. Se frustrará y creerá que pierde el tiempo o que nació con una discapacidad genética para la lectura.

Adquiera el hábito. Con constancia, en pocos meses no solo leerá mejor, sino que verá tras la pomposidad de quienes confunden complejidad con profundidad.



miércoles, 12 de enero de 2022

REENCUENTRO

Con unos amigos, alrededor de unos vinos, queso y pan, conversaba sobre estos tiempos del C19. Recordábamos a los que se fueron, felicitábamos a los que se recuperaron y nos congratulábamos de estar, ya, vacunados. Pero uno, un muchachón de unos cuarenta, haciendo un gesto de desaprobación, dijo: —Yo no me vacuno.

No acostumbro a hacer proselitismo, así que no sé qué me llevó a darle mis razones mencionándole el bien que las vacunas habían hecho a la humanidad: la viruela ya no existe, el sarampión está controlado, la poliomielitis está por erradicarse; la lucha contra el tétanos, hepatitis, neumococo, influenza, etc., etc., marcha muy bien...

Me interrumpió alegando: —¡Todas esas vacunas se tardaron años en hacerse! ¡No como estas que las han hecho en meses! Todas son experimentales, no quiero que experimenten conmigo.

—A ver —le dije—: hace algunos años, cuando era joven, publicar un folleto en blanco y negro me llevaba algunos días; permíteme hacer un recuento muy sucinto. Para comenzar, mecanografiaba el texto; si usaba imágenes o diseñaba un tipo especial de letra para una “llamada”, encargaba un cliché en una fotomecánica; luego, entregaba todo a la imprenta para que ahí, con tipos móviles, preparen las galeras (unas planchas de lo que yo quería impreso, pero invertido); después que pasaban las galeras por la prensa, me enviaban el machote para que lo revise, etc., etc. Hoy en día, preparar un tríptico como ese, y en color, podría llevarme solo algunas horas y obtener un resultado muchísimo mejor. La ciencia ha avanzado, la tecnología también. Lo que antes tardaba años, hoy se puede hacer en meses.

Se quedó mirándome; luego a los otros, como buscando apoyo. Finalmente dijo: —No quiero que Bill Gates me controle con ese chip que meten con la vacuna. Ante ese argumento, decidí no insistir. Pero su padre, que departía con nosotros, como elevando una oración, exclamó: —¡Bill, por favor, si puedes hacer eso, yo hago que lo vacunen y tú lo haces trabajar! El susodicho, ofendido, decidió marcharse. Mientras lo veíamos perderse por una callecita angosta (esa que me había llevado tantas veces a Claudine), cuatro locos, artistes de rue, alzamos nuestras copas y entonamos: «[…] La bohème, la bohème / On était jeunes, on était fous / La bohème, la bohème / Ça ne veut plus rien dire du tout...»

¡Qué recuerdos! Sí, la bohemia era la felicidad.

sábado, 13 de noviembre de 2021

Comenzando mi etapa yin

Una persona que piensa todo el tiempo, no tiene más en qué pensar que en los pensamientos mismos, de esta manera pierde el contacto con la realidad y está destinado a vivir en un mundo de ilusiones.
Alan Watts.

Toda mi época escolar usé el llamado uniforme comando, aquél de dril sanforizado y color caqui. Tenía sólo uno, así que los sábados por la tarde lo lavaba y almidonaba; lo planchaba el domingo. Como en invierno demoraba en secar, el lunes, desde las cinco de la mañana, apresuradamente lo asentaba, cuidando de hacer bien la raya del pantalón. Ese día «hacíamos formación», cantábamos el himno nacional y el instructor de IPM pasaba revista; nadie quería ser «satélite»[1].

A veces, cuando no tenía dinero para comprar almidón, planchar el uniforme era más complicado porque mientras asentaba una parte, se ajaba otra. Sin almidón, la corbata quedaba como el «casimir» de Cantinflas, sólo que en nuestro caso pendía del pescuezo. En resumen, el castigo era seguro. Además, en un uniforme sin almidón, la suciedad se impregnaba más y los sábados la tarea del lavado se multiplicaba. Por eso, cuando un profesor nos explicó cómo extraer el almidón de una papa, volví a casa y rallé unas, le agregué agua y colé todo con una tela; luego de unos segundos se asentó la fécula. Nunca más volví a llevar el uniforme sin almidonar.

Después, cuando el tema de clase fue la saponificación, quise hacer jabón; pero los vecinos me interrumpieron quejándose del olor nauseabundo que emitía la grasa de res que estaba derritiendo para conseguir sebo puro.

Creo que estaba en segundo año cuando el profesor nos mostró un electroimán y nos explicó cómo estaba hecho: un núcleo de hierro cubierto con muchas vueltas de un alambre de cobre. ¡Fácil! Llegué a casa, tomé una barra que consideré de hierro, lo envolví repetidas veces con un alambre que extraje de un conductor eléctrico, uní los extremos en un enchufe y lo conecté al tomacorriente; sobrevino un fogonazo y el barrio se quedó sin luz. Nunca más volví a «experimentar» con la energía eléctrica tan a la ligera.

Por esa época, conseguí tubos de ensayo, matraces, pipetas… y elaboré anhídridos, ácidos. Todo esto en el colegio.

Antes de la pandemia, mi inclinación por el lado práctico de las cosas era mayor que el teórico. La reflexión, por la reflexión misma, no era una instancia en la que me deleitara.

Pero estos últimos tiempos ingresé a mi etapa «yin». Me di cuenta hoy al devolver una cámara web que no funcionaba correctamente. Eso me perturbó mucho. No sólo que estuviese defectuosa, sino el pensar en el proceso de la devolución. La compré el viernes y, por algún motivo que no alcanzo a definir, me pasé el sábado y domingo especulando en los problemas que, tal vez, me iba a plantear el vendedor para devolverme mi dinero o cambiar el aparato. Se me ocurría que me planteaba un sinfín de trabas y, por supuesto, lucubraba otras tantas respuestas mías como soluciones.

Finalmente, el asunto fue sencillo: fui al lugar donde compré el artefacto; el vendedor me reconoció y, muy solícito, atendió mi reclamo; me ofreció disculpas por el inconveniente y me dio una cámara mejor. Casi me sentí mal, le dije que no quería perjudicarlo, pero… Me interrumpió diciéndome que no había problema, que lo iba a devolver al proveedor; que me daba una cámara de una marca superior, por el mismo precio, para compensarme por la molestia que había sufrido.

¿Para qué me rompí el coco todo el fin de semana? No sé.

______________________
[1] Así se llamaba el castigo que consistía en correr, con los brazos en alto, alrededor del instructor, mientras él pasaba revista o rondaba por el colegio. En una oportunidad lo vi con 9 satélites.

jueves, 21 de octubre de 2021

On line

Esta no es una lección, es mi forma de aprender

Hace unos años, en un colegio, observé a dos niños leyendo un libro durante el recreo. De pronto, uno de ellos comenzó a golpear con el dedo una página repetidamente. Al detenerse, exclamó riendo: "No abre el ‘link’". Esa broma encerraba una verdad: los niños de hoy leen de manera omnidireccional.

TESTIMONIO

Me preguntaron hace poco cómo me adapté a dar clases de manera remota. La verdad es que enseñar en esencia a distancia me resulta muy complicado.

Para muchos, puede parecer una tarea sencilla. Al fin y al cabo, las computadoras son parte de nuestra vida cotidiana: las encendemos como máquinas de escribir o las usamos como televisores con infinitos canales.

Pero cuando surgió esta condición existencial, pocos en el ámbito educativo estábamos preparados. Algunos, como yo, sabíamos teóricamente qué hacer, pero —como dice el dicho— "una cosa es saber cómo se hace y otra hacerlo". Otros, la mayoría, intentaron salvar el apuro como pudieron.

Los únicos verdaderamente preparados eran los estudiantes. Para ellos, este medio es parte de su saber ordinario; para nosotros, los profesores, no. Una analogía: es como cruzar un río junto a nadadores expertos. Ellos lo harían con naturalidad; nosotros, no. Puedes tomar clases intensivas, pero nunca igualarás su destreza.

Afortunadamente, las restricciones están llegando a su fin (o al menos esa es mi expectativa). Podríamos hacer borrón y cuenta nueva, pero sin olvidar las lecciones aprendidas. No habrá vuelta atrás, por más que las clases vuelvan a ser presenciales. Entramos —aunque abruptamente— en la era de los canales artificiales de comunicación.

REPASO

Un breve recuento de lo que he logrado registrar hasta ahora:

"Aceptar que, mientras los alumnos viajan en automóviles de alta gama, nosotros lo hacemos en bicicleta. Para no perderlos de vista, debemos conocer —además del tema a tratar— qué es un sistema operativo, una suite ofimática, programación, lenguaje cinematográfico y cómo dominar una plataforma de videoconferencias."

EL SISTEMA OPERATIVO

Dejemos de repetir "Windows" como si fuera un genérico (como "Quaker" o "Ayudín"). Sabemos que la avena no es solo "Tres Ositos", pero con los sistemas operativos muchos no distinguen marcas —no por lealtad a Bill Gates, sino por desconocimiento—.

Un sistema operativo es el programa que gobierna la computadora y todos sus aplicaciones. Existen varios: Para computadoras: Windows (Microsoft), macOS (Apple), Linux (Ubuntu, Fedora, etc.), Chrome OS. Para smartphone y tablets: iOS (Apple), Android (Google).

SUITES OFIMÁTICAS

La más popular (y costosa) es Microsoft Office, pero hay alternativas gratuitas o más económicas igual de funcionales para entornos académicos o profesionales.

Suite
Editor DeHoja dePresentador de
TextosCálculoDiapositivas
MsOfficeWordExcelPowerPoint
iWorkPagesNumbersKeynote
LibreOfficeWriterCalcImpress
PageMakerText MakerPlan MakerPresentations

En mis notas subrayo:

"No obligar a los alumnos a gastar en software caro. Si los inducimos a comprar MsOffice, nos convertimos en vendedores gratuitos de Microsoft. Las copias piratas no son opción si hablamos de ética."

PROGRAMAR

No se trata de escribir código complejo, sino de pensar en algoritmos: secuencias lógicas para resolver problemas. Hoy, no saber programar es como no saber leer. Steve Jobs decía: "Programar enseña a pensar", porque exige claridad y elimina ambigüedades.

LENGUAJE CINEMATOGRÁFICO

Brevemente, para despertar interés:

"El cine es audiovisual. Imagina a alguien tomando café en silencio mientras escucha Una noche en el Monte Calvo (Músorgski). Luego repite la escena con el Nocturno en Do sostenido menor (Chopin). La percepción cambia radicalmente."

Los jóvenes están inmersos en este lenguaje. Tal vez no conozcan su gramática, pero lo interpretan mejor que muchos adultos. Mientras ellos absorben planos de segundos, nosotros esperamos horas su atención frente a una pantalla pixelada.

INTERNET

"Contratar un servicio eficiente. La empresa dominante en mi región no lo ofrece."

PLATAFORMAS (ZOOM, MEET, ETC.)

Elegir una compatible con los dispositivos de los alumnos. Dominarla antes de usarla. Nunca pedir algo que no hayamos probado antes. Recordar: las máquinas obedecen comandos. Si algo falla, el error suele ser nuestro.

LA DEL ESTRIBO

Suele decirse que "los jóvenes no leen", pero quienes lo afirman son a menudo séniores que se resisten a leer en una pantalla. Si queremos que lean, los libros para ellos no pueden seguir los cánones del impreso en papel.

viernes, 6 de agosto de 2021

Memes, cyberbullies, trolls...

Ayer, un par de amigos, a quienes conozco desde mi “cercana” infancia, se enfrascaron en una discusión a gritos frente a mi casa. Se decían de todo, como enemigos. Al principio me dije: «deben estar borrachos»; pero no, no lo estaban. ¿Sobre qué el asunto? Una nimiedad. ¿Quién tenía razón? Ninguno; según yo. Todo era ajos, cebolla, pimienta, harto ají e invocaciones a la madre del otro. Eran amigos, no podían estar tratándose así; es más, eran mis amigos. Le quité el polvo a mis pergaminos de árbitro de artes marciales y salí a imponer la cordura, un poco de orden e instaurar la paz. Me mandaron a la pita que se rompió. Disgustado, volví sobre mis pasos decidido a olvidar a aquellas amistades. De regreso, en casa, me instalé a la PC dispuesto a continuar con mis tareas cotidianas; intercambié ventanas: Writer, Impress… No. Me dije: «primero algo de ocio para olvidar el mal rato». Abrí el “feis” y, ¡zas!, un meme diciéndole zamba canuta a... Por supuesto, con comentarios a favor y en contra, debidamente sazonados. Escapando de un bochinche real, caía en uno virtual. Si acababa de cancelar la amistad de conocidos reales, ¿por qué tenía que soportar a unos virtuales, muchos de los cuales ni conocía? Me dispuse entonces a borrar “contactos”. Pero una voz interior o exterior, no lo sé, me dijo: «no generalices».

Así que correré el riesgo de que me vuelvan a remitir a la pita que...

¿Admiras u odias a alguien? Tendrás tus razones, pero no pretendas que comparta tu admiración u odio porque sí. ¿Quieres hacer de mí uno de tus prosélitos? No lo vas a conseguir reenviándome un meme.

Sucintamente, te cuento:

El 18 de julio de 1962, el general Ricardo Pérez Godoy derrocó a Manuel Prado Ugarteche. Lo recuerdo porque en la familia se armó un avispero. Un tío era odriísta; otro, aprista; no faltaba el belaundista ni el comunista, que era recibido con aprehensión. Durante esas reuniones, chilcanos y ponches con licor de por medio, se hablaba de personas que no conocía, pero que sentía cercanas por la familiaridad con la que los tíos se expresaban de ellas. Lo único que los sacaba de esas acaloradas discusiones, uniéndolos en un brindis unánime, eran los triunfos de Mauro Mina. Desde entonces, por influencia de tíos y primos mayores, me he mantenido informado de la política doméstica. El año 1968, un 3 de octubre, otro general, Juan Velasco Alvarado, derrocó a Fernando Belaunde Terry. Por entonces, yo ya en tercero de media, quise ver de cerca las cosas para poder meter mi cuchara en las reuniones de casa y me di una vuelta por la Plaza de Armas.

De jovencito, intenté leer El Capital. Su lectura me resultó tan complicada que pedí ayuda a mis amigos marxistas. Para mi sorpresa, ninguno lo había leído, pero eso no les impedía lanzar largas peroratas sobre el tema en cuanta oportunidad se presentara. En 1977, leí En Cuba de Cardenal y Archipiélago Gulag de Solzhenitsyn: uno de los dos tenía que ser ficción.

Así que, ya que Mao decía: “quien no ha investigado no tiene derecho a opinar”, aprovechando mi oficio me fui a trotar por el mundo. Visité Moscú en la era soviética; después, durante el mundial de fútbol que organizó Rusia; Alemania (las dos), antes y después de la caída del muro; China, Corea. Aquí cerca, Argentina en tiempos de Videla, Chile de Pinochet (donde portar un texto como La dinámica de la revolución industrial podía meterte en problemas porque en el título decía revolución) y Brasil de Figueiredo. Y, por supuesto, Perú de los últimos sesenta años. He conocido, visto, vivido; digamos algo, un poquito.

¿Necesito orientación? Bueno, ayúdame, pero con evidencias de lo que dices. Mientras tanto, no me “reenvíes” memes proselitistas denigrando a uno u otro. Cuando lo haces, pienso que crees que tengo una discapacidad mental. No suelo dar crédito a las pruebas IQ porque me recuerda a la craneometría; pero si me tengo que atener a ellas para demostrar que soy capaz de hacer inferencias, derivaciones, conclusiones, etc., dejando de lado la modestia, te informo que tengo un IQ arriba del promedio. El primer programa para PC que desarrollé lo hice en tres días sin saber nada de computadoras (aún sé poquísimo); averigüé lo que era un algoritmo en términos de programación, diseñé y codifiqué el algoritmo que solucionaba el problema y ya. Me pagaron bien.

Cuando quieras compartir un “meme”, selecciona a tus amigos, a aquellos que sabes que van a disfrutar de él. El “feis” te da esa opción. Por mi parte, prometo no enviarte mensajes que digan que Alianza Lima es el mejor club peruano (para qué, si eso lo sabe todo el mundo), ni uno que hable mal de tu club o cualquier otro. Tampoco sobre dogmas de fe; prometo no enviarte cadenas. ¿Y de política? Si estás enterado, agradeceré que me informes; pero si solo es una conjetura, especulación o “noticia sin confirmar”, por favor, dispénsame. Equivocadamente, en mi opinión, se dice que el periodista tiene un mar de conocimientos con un centímetro de profundidad; pero recurro a esa metáfora para pedirte que, si solo deambulas por las orillas de un mar como ese, exímeme.

sábado, 31 de julio de 2021

Cualquier tiempo pasado fue mejor

En un grupo de amigos solía bromear con quienes evocaban con nostalgia aquella copla de Jorge Manrique: “Cualquier tiempo pasado fue mejor”. No lo volveré a hacer. 

Cansado del pésimo servicio de Movistar, cancelé mi contrato con esa empresa, activé la TDT en mi televisor y me dispuse a ver un programa sobre deportes. Lo hice con mi mejor ánimo, pero los encargados de presentarlo rápidamente me hicieron añorar el pasado.

Los señores a cargo de los programas actuales demuestran que todo eso que peyorativamente atribuimos a las mujeres tenemos que reconsiderarlo. No, no es una característica de las mujeres; en todo caso, de algunas; como también de algunos dizques “periodistas”: hablan al mismo tiempo, no se escuchan, gritan; no informan, no conversan, no razonan; parlotean, murmuran, cuchichean, comadrean. Sin ningún respeto por el público; mientras uno de ellos permanece arrellanado y displicente, atento a su teléfono, el otro se desaliña sin esfuerzo; los acompañan otros que no hace falta citar. A estos caballeros, un coordinador, director o alguien, debería hacerles notar que si bien trabajan para una estación de radio, ésta también emite una señal de video.

Cualquier profesional que se precie de serlo se prepara teórica y técnicamente. Asumamos que cognitivamente están preparados, pero no tengo que esforzarme mucho para opinar que técnicamente no. Las competencias que deberían tener para ser considerados profesionales (impostación, dicción, propiedad y elegancia en el lenguaje, presencia, etc.) están ausentes en estos señores. Mejorarían bastante si, para comenzar, tuvieran presente aquel viejo refrán: “Cuando un burro rebuzna, los demás paran las orejas”.

Como a muchos, les falta ambición. Se conforman con su mediocridad, de la que supongo creen liberarse criticando la mediocridad de otros. Hay que ser bien caradura para criticar una deficiencia en un deportista siendo un comunicador, locutor, con las carencias señaladas.

martes, 13 de julio de 2021

De "Líderes de opinión" e "influencer"

Y es que en el mundo traidor
nada hay verdad ni mentira
todo es según el color
del cristal con que se mira.

Ramón de Campoamor

Allá por los años 80, comenzando la década, dictaba clases en el Club de Teatro. Un día comenté que necesitaba cortarme el cabello. Zarelita, muy solícita, me dijo que por ahí cerca ofrecía sus servicios una muy buena peluquera. Tomé nota de la dirección y fui. Realmente era buena en su trabajo; así que, me convertí en un cliente más.

Y como suele suceder en estos casos, la cháchara cliente-peluquera, peluquera-cliente, se hizo confidencial. Un día, hablando de mi oficio, comenzamos a hablar de los actores. De pronto, recordó a un colega argentino afincado en Perú. Me contó que lo conoció cuando trabajaba en la peluquería de un reputado estilista de la época. El personaje en mención, que ya lucía una avanzada calvicie, acudía a que le tiñeran el cabello que le quedaba. Uno de esos días lo atendió ella. En un momento de la tarea, se percató de que el tinte estaba manchando el cuero cabelludo del cliente. Muy preocupada, informó del asunto al estilista. El reputado coiffeur la calmó; le alcanzó una mota de algodón embebida en un poco de detergente de vajillas y la instruyó: “si te pregunta, dile que es un producto francés…”. Así lo hizo. Entre risas, recordó que el actor había comentado que se sentía como una cacerola; y que se fue satisfecho. La credibilidad del coiffeur había salvado el momento. Yo también hubiese creído lo que me dijese. Era el salón más prestigioso del país. Pero, ¿a cuento de qué viene todo esto? ¿Puro chisme? No. Hasta hace muy poco eran los "líderes de opinión", ahora son los “influencers” los que moldean la conducta de los individuos. Como el gran coiffeur, éstos son vistos como alguien en quien se puede confiar (juicios, opiniones, etc.) y, por lo tanto, como ejemplos a seguir sin necesidad de evidencias que demuestren que lo dicho por estas personas es verdad. Pura confianza, creencia, esperanza en que lo que dicen es legítimo, cierto: fe. Estos líderes de opinión y/o influencers se aprovechan de nuestra necesidad de saber, estar al tanto, conocer las cosas. Neil deGrasse Tyson, astrofísico y divulgador científico, director del Planetario Hayden en el Centro Rose para la Tierra y el Espacio, dice: “La gente tiene una necesidad incontrolable de tener una respuesta para lo desconocido. Entonces pasa de una declaración totalmente ignorante a una declaración totalmente segura”.

viernes, 11 de junio de 2021

El secreto de la golondrina

Siendo estudiante, allá por los años setenta, tuve ocasión de conocer al maestro Soo Nam Yoo en casa de unos amigos. Al principio no sabía quién era él. Por su parte, el maestro Yoo, creyendo que yo era oriental, me preguntó si estudiaba algún arte marcial. Le dije que era peruano, que había practicado Gông Fu, pero que lo había dejado y que por entonces estaba estudiando. Me habló entonces del Si Pal Ki, arte que él enseñaba y que yo no conocía. Me invitó a sus clases. Se lo agradecí, pero, abrumado, ensayé una excusa ridícula: ya estoy viejo para comenzar un estilo nuevo. Sonrió y me dijo: “el momento de comenzar es cuando se comienza”. A partir de entonces iniciamos una cordial amistad que cultivamos en encuentros casuales donde siempre le escuché decir la palabra justa.

Asistí a sus clases. No fui un alumno regular. Las clases de mimo, teatro, las horas de estudio, ensayo y algún trabajo eventual, me dejaban poco tiempo. En una de ellas me preguntó por el estilo de Gông Fu que había practicado. Cuando se lo dije, con una tiza lo escribió en letras chinas sobre una mesa y me explicó el significado de ellas. En otra ocasión, diciendo “soy un poquito vanidoso porque creo que sé un poco”, trazó cuatro líneas que se cruzaban y comenzó a explicarme, a partir de ellas, el secreto de su arte.

Cuando volví, lo apliqué a mi trabajo, primero como artista y luego como profesor. Ahora, puesto en peligro por la amenaza del Covid-19, ensayo su aplicación y quisiera compartirla, sin ánimo de decir ésta es la solución. Sólo mostrar su lógica. Tal vez a alguien le resulte útil en el trabajo o en algún conflicto personal, lo que sea. Resulta muy complicado explicar una metáfora de experiencia no compartida, pero, en medio de este infortunio, no quiero quedarme sólo en la fatalidad. Ya hay tantos presuntos “especialistas”, que nunca han hecho una investigación, pronunciándose sobre el asunto con falacias magister dixit que... Quiero creer que así como surgen variantes extremadamente letales, también aparecen otras menos agresivas que van a hacer posible que superemos este problema. Aunque no estoy muy convencido de que lo merezcamos.

Las variantes letales nos matan; pero las menos agresivas le dan a nuestro sistema la oportunidad de desarrollar las defensas necesarias: los asintomáticos, los afectados leves e incluso los que se recuperan de cuadros complejos son muestras de ello.

¿Optimista? No. Ya que el virus viene de China, veamos la situación con “mirada” oriental. Si no me han engañado, la palabra crisis en chino se escribe wei ji, literalmente: peligro-oportunidad. Así que, perezosamente, me limitaré sólo a los puntos que coinciden con las recomendaciones que nos han dado los expertos en salud. Ya cada quien lo extrapolará al caso que quiera. No tenemos forma de saber cuál es la variante que ronda cerca de nosotros, mejor dicho cuántas variantes. Casi podría decir que debe haber una variante por cada grupo humano.

Al ir: al norte, el encuentro es letal; al sur, se evita el encuentro; al noreste, se expone al peligro; al noroeste, se esquiva el encuentro. Por eso, en tanto terminamos de estudiar su “fuerza” para aprender a usarla en su contra, evitemos el encuentro y tendremos oportunidad.

La OMS ha decidido bautizar a las variantes de la cepa del coronavirus SARS-CoV-2 como Alfa (a la británica), Beta (a la sudafricana), Gamma (a la brasileña) y Delta (a la de la India). Creo que Alfa tendría que ser la que surgió en China, pero ya está. Me temo que les va a faltar letras del alfabeto griego para nombrar a las mutaciones que vayan identificando porque variantes ya hay, seguramente, decenas y probablemente lleguen a centenas. Por ahora, tengo la curiosidad de saber cómo llamarán a la ya identificada variante peruana, ¿Iota u Omega? Yo elegiría Iota por cuestiones de nemotecnia, así se nos haría más fácil recordar cómo nos han tratado Vizcarra y Sagasti: 180 mil muertos lo documentan.

martes, 25 de mayo de 2021

Legge di Brandolini

Todo el mundo experimenta mucho más de lo que entiende. Sin embargo, es la experiencia, más que la comprensión, lo que influye en el comportamiento. 

Herbert Marshall McLuhan


Tendría unos 10 años, transitaba por un costado de lo que era el Mercado Mayorista “La Parada”, serían las 3 ó 4 de la tarde. A la altura del Jr. Pisagua, un charlatán formaba un ruedo; curioso, me integré a su corro. Comenzó haciendo una especie de calistenia: planchas, canguros y aspas de molino. De pronto, chistó, dio una fuerte palmada y, señalando dos extremos del ruedo, voceó: “voy a correr de este lado para allá y, cuando pase por aquí” —señalando el centro del ruedo— “daré dos saltos mortales en el aire y recogeré con la boca este pedazo de papel”. Hizo un pequeño cucurucho y lo puso en el suelo. No recuerdo qué más dijo, tampoco si vendía algo o no, sólo que luego de un rato terminó su asunto y se fue. Mientras la gente que lo había rodeado se dispersaba, me quedé mirando el conito que quedó ahí, olvidado. Nunca hizo lo que dijo que haría. Me fui profundamente defraudado.

Años después era yo el que armaba un ruedo en alguna plaza pública. Ofrecía un espectáculo de mimo y contaba algunas historias cómicas, chistes y juegos de palabras. Para procurarme algún dinero, ofrecía un trueque: “regalaba” unos impresos a cambio de que me “regalen” algunas monedas. Preparaba los impresos con información “cultural” o algún cuento que se me ocurría y que juzgaba interesante. Vendía muchos. Un día, un amigo me dijo que la gente compraba esos impresos, hechos con mimeógrafo en papel bulki, porque creían que en él iban a encontrar más chistes o algo que los haga reír. Entendí entonces que yo estaba haciendo lo mismo que aquel charlatán que vi de niño.

No sé por qué, pero examiné mi hacer y me percaté de algo más. De tanto en tanto, aparecía un detractor que se atrevía a ingresar a mis terrenos: el centro del ruedo, y tratar, desde ahí, de cuestionar lo que hacía y/o decía. Invariablemente eran derrotados por “mis argumentos” y echados del lugar por el público. No me costó mucho reconocer, ante mí, que mis argumentos no eran consistentes; pero aún así los vencía, ¿por qué? Los años dedicados al ejercicio del teatro en lugares donde el público no es cautivo, me hicieron muy eficiente no sólo en la producción artística sino también en la improvisación de tonterías que arrancaban risotadas de la concurrencia. Era claro que esos eran mis recursos en esas disputas verbales: con el beneplácito del público presente, banalizaba muy fácilmente los argumentos de mis ocasionales contendientes.

Por estos días, nuevamente en plan de público, veo hacer conos de papel y anunciar a voces acrobacias, como entonces. Y cuando alguien interviene tratando de develar el engaño, los desacreditan con una patochada que el populorum festeja soñando con una mejora súbita de su realidad. Así, los vendedores de fantasías se dan por consentidos.

¿Se puede hacer algo ante esta situación? Seguramente, pero es una tarea colosal porque el que dice una estupidez tiene una gran ventaja sobre el que pretenda hacerlo razonar. Esta situación la define Alberto Brandolini como “principio di asimmetria della cazzata”: “La energía necesaria para refutar una tontería es mayor que la necesaria para producirla”.

¿Entonces?

Navegando por la red informática, encontré: 
  • Maestro. ¿Cuál es su secreto de la felicidad? 
  • No discutir con idiotas. 
  • Maestro, disculpe usted, pero no estoy de acuerdo. 
  • Tienes razón.

lunes, 19 de abril de 2021

Tiempo de opinólogos

Pasada la primera vuelta, ha recomenzado el acoso agorero de los “opinólogos” de siempre. ¿Opi… qué? Opinólogos. Etimológicamente, algo así como los que estudian las opiniones; pero, en el lenguaje coloquial: los que opinan. Yo preferiría opinantes u opinadores; pero me abstendré porque podrían decirme: oye tú, mimo, cállate.

Bueno, como el "opinólogo" no es alguien que estudia las opiniones sino alguien que opina, ¿qué lo caracteriza? Pues un proceder, más o menos, como el de los protagonistas del siguiente cuento:

Paseaban dos amigos cuando vieron a un hombre en lo alto de una colina. —¿Qué hará allí ese individuo? —preguntó uno de ellos. El otro se animó a decir: —Por la postura y el lugar en el que se encuentra, contempla la belleza del paisaje. —No creo —retrucó el primero—, a mí me parece que está esperando ver llegar a alguien. Uno insistió en su punto de vista y el otro también. Como no se ponían de acuerdo, decidieron ir a preguntarle al hombre de la colina:

—Disculpe, señor, ¿contempla usted la belleza del paisaje?
—No.
—¿Espera usted a alguien?
—No.
—Entonces, ¿qué hace aquí?
—Nada. Estoy nomás.

Una opinión no es una verdad, es una idea subjetiva formada sobre hechos observados superficialmente. No es ciencia. Así que, no se extrañen de los disparates, a favor o en contra, de uno u otro, que van a proferir, en lo que sigue de este proceso electoral, los profesionales de la opinología.

Proceso en el que, una vez más, estamos demostrando que tenemos mucha más inclinación a identificarnos con un equipo de fútbol, una estrella del cine o televisión, que a asumir una posición política. Ojo, no digo partido político, eso tendría que venir como consecuencia. Claro, creer que el equipo de fútbol con el cual simpatizamos es el mejor, no requiere ningún esfuerzo cognitivo ni nos afecta sustancialmente; tomar una posición política: sí.

—La bandera ondea.
—No, la bandera no ondea, es el viento.
—No, ni la bandera ni el viento ondean, sino nuestro espíritu.

miércoles, 7 de abril de 2021

Reflexiones pánfilas

Por estos tiempos se ha hecho común escuchar decir a nuestras autoridades que estamos en guerra, refiriéndose a la circunstancia de encontrarnos en medio de una urgencia sanitaria en la que nos hemos constituido como el país con la peor respuesta a la pandemia y, como consecuencia, con más víctimas.

No faltan voces que culpan a la población de esto. —Son necios —dicen—; no entienden —afirman—; en Corea no son así, en Japón no son asá —proclaman—. Soslayan reconocer que el fruto es del árbol que se ha cultivado.

Dicen que estamos en guerra, pero parece que no saben lo que eso significa. La guerra es el mayor conflicto de estado, una encrucijada entre la vida y la muerte, entre la supervivencia y la extinción.

En Perú parece que nunca comprenderemos esto. En Testimonios Británicos de la Ocupación Chilena en Lima[1] se cita el informe del Teniente de la Real Marina Británica Carey Brenton[2], en el que dice: “A pesar de que, como ya mencioné, habían llegado noticias a Lima sobre el desembarco de los chilenos a Chilca, al volver a la capital esa noche no encontré ningún preparativo para oponerse al desembarco ni se adoptaban medidas enérgicas al respecto. Quizá debería decir aquí, de una vez por todas, que los peruanos no entienden el significado de "medidas enérgicas"; es decir, no tienen idea de cómo actuar inmediata y decisivamente, de improviso. Cuando surge alguna emergencia piensan que "algo" debe hacerse, pero al mismo tiempo se consuelan pensando que es casi seguro que "alguien" está haciendo ese "algo", o si no, entonces será hecho por algún otro el día de mañana”. Por entonces, presa de la desidia y felonía de los mandatarios y su corte, nuestro país sufrió una de las mayores desdichas de su historia; y la estamos repitiendo. Ahora son otros, pero igualmente perdemos un Tarapacá y un Arica de vidas por la indolencia, traición e incompetencia de los actuales.

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[1] Wu Brading, C. (1986). Testimonios Británicos de la Ocupación Chilena en Lima. Lima: Milla Batres.
[2] Observador enviado por la reina Victoria durante la guerra contra Chile.

sábado, 3 de abril de 2021

Nombres o rótulos

Un día, hace mucho, se me ocurrió preguntarle a mi papá por qué me llamo Juan. Se ensimismó, buscó un poco entre sus recuerdos y me respondió que porque en la familia no había ninguno con ese nombre. Imagino que me vio con cara de insatisfecho; entonces me detalló: insinué mi nombre, tu mamá dijo que no porque después, al llamar, nos íbamos a confundir con a quién. Ella propuso el de su padre y yo retruqué que, para tal caso, correspondía el del mío; se opuso porque no le gustaba. Me contó que continuaron con una larga lista de nombres que resultaban siendo de primos, tíos, amigos, borrachos, pendencieros, rijosos… y que, por lo tanto, no.

Se tardaron tanto en decidir que se les pasó el plazo de inscripción de mi llegada al mundo. Tuvieron que cambiar la fecha de mi nacimiento para no pagar una multa. A veces decían que días; otras, meses; y, alguna vez, años. Nunca sabré con certeza cuánto, aunque mi madre aseguraba una fecha y yo le creo.

Mi nombre lo decidió mi papá camino al registro, mientras repasaba que nadie en la familia o allegados se llamara así; no quería tener problemas con Clara, mi mamá, una “apacible” indígena huancavelicana (eso creían todos) que a los 94 años me amenazaba con romperme la cabeza con un palo si algo le parecía que no estaba bien. ¡Cómo extraño esas amenazas!

Mi madre era analfabeta. Su sueño era que yo completara mi educación básica. Por entonces, descontando transición[1]; para los que estudiábamos de día (íbamos al colegio mañana y tarde de lunes a viernes, sábados sólo en la mañana), esto significaba cinco años en primaria y cinco en secundaria. Los que lo hacían en el horario nocturno, porque ya eran mayores y durante el día trabajaban, seis años en cada nivel.

Al concluir la primaria, para acceder a seguir estudios secundarios en un colegio fiscal[2], se debía tener, sumando el promedio final del cuarto y quinto año de primaria, 30 puntos. Entonces era muy bien visto ser alumno de colegio fiscal. Si estabas en uno particular[3], te decían que no eras buen estudiante. Concluir el quinto año de secundaria arrogaba respeto y oportunidades de trabajo.

De esa época tengo un amigo que, cuando era niño, tuvo la desgracia de ser apuñalado múltiples veces. Nadie se explica cómo sobrevivió. De esa infausta experiencia le quedan cicatrices en el pecho, espalda, brazos y piernas. Celebrando el haber aprobado el quinto año de secundaria, fue a la playa con unos amigos. Ahí, todos se soleaban en ropa de baño mientras él permanecía con una camiseta manga larga, cuello cerrado y una trusa que le cubría hasta las rodillas. Estaban en eso cuando un sujeto mal encarado se acercó a ellos y, buscando intimidarlos, abrió su camisa y les mostró una cicatriz que le cruzaba el pecho, al tiempo que les pedía una “colaboración”. Mi amigo se puso de pie y se quitó la camiseta. Aquel tipo, echándose para atrás, se retiró vociferando “tú ganas”.

Me acordé de esto cuando me llamaron para dictar unas clases en una universidad. Previamente debía tener una entrevista con una persona que evaluaría mi competencia. Me presenté a la hora acordada. Me hicieron esperar 42 minutos. Finalmente, me recibieron:—Buenos días, Don Antonio. —¡Doctor! —¿Ah…? (Confundido, ¿me estaba llamando doctor?) —(Puntualizando) ¡Soy Doctor! Tome asiento, señor Arcos. —¡Mimo! —¿Cómo? —¡Soy Mimo! (Precisé, ya que nos íbamos a tratar por nuestras “cualificaciones”).

Revisó mi C.V., respondí algunas preguntas y acepté lo que me ofrecía. Llamó a la secretaria:—Karen, por favor, entréguele al Doctor Arcos una carpeta con las asignaturas que va a tener a su cargo y el horario.

Me retiré sintiéndome como mi amigo, aquel día, en la playa. Y me fui pensando en que nuestros padres se preocuparon inútilmente en elegirnos un nombre y heredarnos un apellido. En estos tiempos, la gente está muy dispuesta a cambiarlos por un rótulo: Licenciado, Doctor, etc. Yo prefiero: Juan; es mi manera de honrar la osadía de Samuel, mi padre.


[1] Un año preescolar, que se dedicaba a la socialización, el aprendizaje de los números (adiciones, sustracciones), letras (vocales, consonantes), y nos ejercitábamos en la lectura deletreando.

[2] Colegio público. En ellos la educación es gratuita.

[3] Colegio privado. En ellos la educación tiene un costo.

jueves, 11 de marzo de 2021

Gracias Ernesto

Hoy, muy temprano, Tito Lugo me informó que el maestro Ráez había fallecido. Un buen rato me quedé pensando en nada, hasta que recordé que él me celebraba una pantomima. Me puse de pie, respiré profundo y mimé, solo. Después vinieron otros recuerdos; de entre ellos, tal vez el primero y el último:

Estaba en una de las primeras clases con él, allá por los setenta, no recuerdo el tema; nos examinó uno por uno. Nos pedía pasar y hacer algunas acciones simples: jugar con una pelota, limpiar un mueble, leer un libro, etc. Luego, inmediatamente después de cada ejercicio, ponía una nota y explicaba el porqué. Hacía un tiempo que yo hacía mimo en las plazas, así que esperaba confiado mi turno. Cuando me tocó, me sorprendió al pedirme que hiciera una kata. Mientras iba al frente me preguntaba, ¿cómo sabe que puedo hacer una kata? Por esos tiempos no compartía eso. Hice la kata. Recuerdo lo que me dijo: no te pongo 20 porque tu mirada no estaba lo suficientemente enfocada, por eso tu energía se dispersaba. Era la evaluación de un experto o de alguien con la suficiente agudeza y sensibilidad para percibirla.

Luego, muchos años, muchas conversaciones, muchas lecciones.

Una de las últimas veces que nos vimos fue una tarde, terminando el 2018, yo salía de la escuela y él llegaba. En el auditorio de al lado ensayaba un grupo de rock preparando el concierto que darían esa noche. Mientras nos estrechamos en un abrazo me dijo: —¿Escuchas? ¡Nuestra música!

El 13 de junio del 2020 recibí un mensaje suyo, vía Messenger: “A este chino lo conozco. No, no es el de la tienda de la esquina. Lo llevo en el corazón. Y me alegra poderle enviar este mensaje”.

Gracias, Ernesto, por toda tu generosidad. Hasta pronto.