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martes, 25 de mayo de 2021

Legge di Brandolini

Todo el mundo experimenta mucho más de lo que entiende. Sin embargo, es la experiencia, más que la comprensión, lo que influye en el comportamiento. 

Herbert Marshall McLuhan


Tendría unos 10 años, transitaba por un costado de lo que era el Mercado Mayorista “La Parada”, serían las 3 ó 4 de la tarde. A la altura del Jr. Pisagua un charlatán formaba un ruedo; curioso me integré a su corro. Comenzó haciendo una especie de calistenia: planchas, canguros y aspas de molino. De pronto, chistó, dio una fuerte palmada y, señalando dos extremos del ruedo, voceo: “voy a correr de este lado para allá y cuando pase por aquí, señalando el centro del ruedo, daré dos saltos mortales en el aire y recogeré con la boca este pedazo de papel”. Hizo un pequeño cucurucho y lo puso en el suelo. No recuerdo qué más dijo, tampoco si vendía algo o no, sólo que luego de un rato terminó su asunto y se fue. Mientras la gente que lo había rodeado se dispersaba, me quedé mirando el conito que quedó ahí, olvidado. Nunca hizo lo que dijo que haría. Me fui profundamente defraudado.

Años después era yo el que armaba un ruedo en alguna plaza pública. Ofrecía un espectáculo de mimo y contaba algunas historias cómicas, chistes y juegos de palabras. Para procurarme algún dinero ofrecía un trueque: “regalaba” unos impresos a cambio de que me “regalen” algunas monedas. Preparaba los impresos con información “cultural” o algún cuento que se me ocurría y que juzgaba interesante. Vendía muchos. Un día, un amigo me dijo que la gente compraba esos impresos, hechos con mimeógrafo en papel bulki, porque creían que en él iban a encontrar más chistes o algo que los haga reír. Entendí entonces que yo estaba haciendo lo mismo que aquél charlatán que vi de niño.

No sé por qué, pero examiné mi hacer y me percaté de algo más. De tanto en tanto, aparecía un detractor que se atrevía a ingresar a mis terrenos: el centro del ruedo y tratar, desde ahí, de cuestionar lo que hacía y o decía. Invariablemente eran derrotados por “mis argumentos” y echados del lugar por el público. No me costó mucho reconocer, ante mí, que mis argumentos no eran consistentes; pero aún así los vencía, ¿por qué? Los años dedicados al ejercicio del teatro en lugares donde el público no es cautivo, me hicieron muy eficiente no sólo en la producción artística sino también en la improvisación de tonterías que arrancaban risotadas de la concurrencia. Era claro que esos eran mis recursos en esas disputas verbales: con el beneplácito del público presente, banalizaba muy fácilmente los argumentos de mis ocasionales contendientes.

Por estos días, nuevamente en plan de público, veo hacer conos de papel y anunciar a voces acrobacias, como entonces. Y cuando alguien interviene tratando de develar el engaño, los desacreditan con una patochada que el populorum festeja soñando con una mejora súbita de su realidad. Así, los vendedores de fantasías se dan por consentidos.

¿Se puede hacer algo ante esta situación? Seguramente, pero es una tarea colosal porque el que dice una estupidez tiene una gran ventaja sobre el que pretenda hacerlo razonar. Esta situación la define Alberto Brandolini como “principio di asimmetria della cazzata”: “La energía necesaria para refutar una tontería es mayor que la necesaria para producirla”.

¿Entonces?

Navegando por la red informática, encontré:
  • Maestro. ¿Cuál es su secreto de la felicidad?
  • No discutir con idiotas.
  • Maestro, disculpe usted, pero no estoy de acuerdo.
  • Tienes razón.

lunes, 19 de abril de 2021

Tiempo de opinólogos

Pasada la primera vuelta, ha recomenzado el acoso agorero de los “opinólogos” de siempre. ¿Opi… qué? Opinólogos. Etimológicamente, algo así como los que estudian las opiniones; pero, en el lenguaje coloquial: los que opinan. Yo preferiría opinantes; pero me abstendré porque podrían decirme: oye tú, mimo, cállate.

Bueno, como el opinólogo no es alguien que estudia las opiniones sino alguien que opina, ¿qué lo caracteriza? Pues un proceder, más o menos, como el de los protagonistas del siguiente cuento:

Paseaban dos amigos cuando vieron a un hombre en lo alto de una colina. ¿Qué hará allí ese individuo? Preguntó uno de ellos. El otro se animó a decir: por la postura y el lugar en el que se encuentra, contempla la belleza del paisaje. No creo, retrucó el primero, a mi me parece que está esperando ver llegar a alguien. Uno insistió en su punto de vista y el otro también. Como no se ponían de acuerdo, decidieron ir a preguntarle al hombre de la colina:

  • Disculpe señor, ¿contempla usted la belleza del paisaje?
  • No
  • ¿Espera usted a alguien?
  • No
  • Entonces, ¿qué hace aquí?
  • Nada. Estoy nomás.

Una opinión no es una verdad, es una idea subjetiva formada sobre hechos observados superficialmente. No es ciencia. Así que, no se extrañen de los disparates, a favor o en contra, de uno u otro, que van a proferir, en lo que sigue de este proceso electoral, los profesionales de la opinología.  

Proceso en el que, una vez más, estamos demostrando que tenemos mucha más inclinación a identificarnos con un equipo de futbol, una estrella del cine o televisión, que a asumir una posición política. Ojo, no digo partido político, eso tendría que venir como consecuencia. Claro, creer que el equipo de futbol, con el cual simpatizamos, es el mejor, no requiere ningún esfuerzo cognitivo ni nos afecta sustancialmente; tomar una posición política: si.

  •  La bandera ondea.
  • No, la bandera no ondea, es el viento.
  • No, ni la bandera ni el viento ondean, sino nuestro espíritu.

miércoles, 7 de abril de 2021

Reflexiones pánfilas

Por estos tiempos se ha hecho común escuchar decir a nuestras autoridades que estamos en guerra, refiriéndose a la circunstancia de encontrarnos en medio de una urgencia sanitaria en la que nos hemos constituido como el país con la peor respuesta a la pandemia y, como consecuencia, con más víctimas.

No faltan voces que culpan a la población de esto. Son necios, dicen; no entienden, afirman; en Corea no son así, en Japón no son asá, proclaman. Soslayan reconocer que el fruto es del árbol que se ha cultivado.

Dicen que estamos en guerra, pero parece que no saben lo que eso significa. La guerra es el mayor conflicto de estado, una encrucijada entre la vida y la muerte, entre la supervivencia y la extinción.

En Perú parece que nunca comprenderemos esto. En Testimonios Británicos de la Ocupación Chilena en Lima[1] se cita el informe del Teniente de la real Marina Británica Carey Brenton[2] , en la que dice: “A pesar de que, como ya mencioné, habían llegado noticias a Lima sobre el desembarco de los chilenos a Chilca, al volver a la capital esa noche no encontré ningún preparativo para oponerse al desembarco ni se adoptaban medidas enérgicas al respecto. Quizá debería decir aquí, de una vez por todas, que los peruanos no entienden el significado de "medidas enérgicas"; es decir, no tienen idea de cómo actuar inmediata y decisivamente, de improviso. Cuando surge alguna emergencia piensan que "algo" debe hacerse, pero al mismo tiempo se consuelan pensando que es casi seguro que "alguien" está haciendo ese "algo", o si no, entonces será hecho por algún otro el día de mañana”.

Por entonces; presa de la desidia y felonía de los mandatarios y su corte, nuestro país sufrió una de las mayores desdichas de su historia; y la estamos repitiendo. Ahora son otros, pero igualmente perdemos un Tarapacá y un Arica de vidas por la indolencia, traición e incompetencia de los actuales.


[1] Wu Brading, C. (1986). Testimonios Británicos de la Ocupación Chilena en Lima. Lima: Milla Batres. 

[2] Observador enviado por la reina Victoria durante la guerra contra Chile

  



 

sábado, 3 de abril de 2021

Nombres o rótulos

Un día, hace mucho, se me ocurrió preguntarle a mi papá por qué me llamo Juan. Se ensimismó, busco un poco entre sus recuerdos y me respondió que porque en la familia no había ninguno con ese nombre. Imagino que me vio con cara de insatisfecho; entonces me detalló: insinué mi nombre, tu mamá dijo que no porque después, al llamar, nos íbamos a confundir con a quién. Ella propuso el de su padre y yo retruqué que, para tal caso, correspondía el del mío; se opuso porque no le gustaba. Me contó que continuaron con una larga lista de nombres que resultaban siendo de primos, tíos, amigos, borrachos, pendencieros, rijosos… y que por lo tanto: no.

Se tardaron tanto en decidir que se les pasó el plazo de inscripción de mi llegada al mundo. Tuvieron que cambiar la fecha de mi nacimiento para no pagar una multa. A veces decían que días; otras, meses; y, alguna vez, años. Nunca sabré con certeza cuánto. Aunque mi madre aseguraba una fecha y yo le creo.

Mi nombre lo decidió mi papá camino al registro, mientras repasaba que nadie en la familia o allegados se llamara así; no quería tener problemas con Clara, mi mamá, una “apacible” indígena huancavelicana (eso creían todos) que a los 94 años me amenazaba con romperme la cabeza con un palo si algo le parecía que no estaba bien. ¡Cómo extraño esas amenazas!

Mi madre era analfabeta. Su sueño era que yo completara mi educación básica.

Por entonces, descontando transición[1]; para los que estudiábamos de día (íbamos al colegio mañana y tarde de lunes a viernes, sábados sólo en la mañana), esto significaba cinco años en primaria y cinco en secundaria. Los que lo hacían en el horario nocturno, porque ya eran mayores y durante el día trabajaban, seis años en cada nivel.

Al concluir la primaria, para acceder a seguir estudios secundarios en un colegio fiscal[2] se debía tener, sumando el promedio final del cuarto y quinto año de primaria, 30 puntos.

Entonces era muy bien visto ser alumno de colegio fiscal. Si estabas en uno particular[3] te decían que no eras buen estudiante.

Concluir el quinto año de secundaria arrogaba respeto y oportunidades de trabajo.

De esa época tengo un amigo que, cuando era niño, tuvo la desgracia de ser apuñalado múltiples veces. Nadie se explica cómo sobrevivió. De esa infausta experiencia le quedan cicatrices en el pecho, espalda, brazos y piernas.

Celebrando el haber aprobado el quinto año de secundaria fue a la playa con unos amigos. Ahí, todos se soleaban en ropa de baño mientras él permanecía con una camiseta manga larga, cuello cerrado y una trusa que le cubría hasta las rodillas. Estaban en eso cuando un sujeto mal encarado se acercó a ellos y buscando intimidarlos abrió su camisa y les mostró una cicatriz que le cruzaba el pecho, al tiempo que les pedía una “colaboración”. Mi amigo se puso de pie y se quitó la camiseta. Aquél tipo, echándose para atrás, se retiró vociferando “tú ganas”.

Me acordé de esto cuando me llamaron para dictar unas clases en una universidad. Previamente debía tener una entrevista con una persona que evaluaría mi competencia. Me presenté a la hora acordada. Me hicieron esperar 42 minutos. Finalmente, me recibieron:

  • Buenos días Don Antonio
  • Doctor!
  • ¡Ah…? (Confundido, ¿me estaba llamando doctor?)
  • (Puntualizando) ¡Soy Doctor! Tome asiento señor Arcos.
  • ¡Mimo!
  • ¿Cómo?
  • ¡Soy Mimo! (precisé, ya que nos íbamos a tratar por nuestras “cualificaciones”).

Revisó mi C.V., respondí algunas preguntas y acepté lo que me ofrecía. 

Llamó a la secretaria: 

  • Karen, por favor, entréguele al Doctor Arcos una carpeta con las asignaturas que va a tener a su cargo y el horario. 

Me retiré sintiéndome como mi amigo, aquél día, en la playa.

Y me fui pensando en que nuestros padres se preocuparon inútilmente en elegirnos un nombre y heredarnos un apellido. En estos tiempos, la gente está muy dispuesta a cambiarlos por un rótulo: Licenciado, Doctor, etc. Yo prefiero: Juan; es mi manera de honrar la osadía de Samuel, mi padre.


[1] Un año preescolar, que se dedicaba a la socialización, el aprendizaje de los números (adiciones, sustracciones), letras (vocales, consonantes), y nos ejercitábamos en la lectura deletreando.

[2] Colegio público. En ellos la educación es gratuita.

[3] Colegio privado. En ellos la educación tiene un costo.